Arbol presentó su nuevo disco «Guau!» en el estadio Obras. La crónica de Gabriel Plaza, para La Nación.
La furiosa melodía de Arbol mantiene a los chicos varios centímetros sobre el nivel del piso, con una contagiosa alegría y una actitud adolescente. «Trenes, camiones y tractores/Tanta fuerza, tanta fuerza…/Me empujan, me empujan, me empujan/Avanzan, avanzan, avanzan/Por el suelo, por el cielo…/Trenes, camiones y tractores/Bicicletas y peatones/Barcos, aviones, submarinos/Toneladas de cemento…/Avanzan, avanzan muy lento/Me llevan, me frenan, me siento/Y yo pienso…/Que aunque estés despeinada/me gustás igual», canta la multitud de chicos (algunos no pasan los diez años) que acompañan a la banda consagración 2004-2005 en un nuevo concierto en Obras, donde están grabando un DVD.
Los tiempos cambiaron para la banda de Haedo, pero el espíritu es el mismo. Ahora están en el mainstream del rock, llegaron al disco de oro por las ventas de su último álbum, «Guau!», y filman con la productora Cuatro Cabezas, pero recurrieron a un escenógrafo santiagueño para montar el gatito, de cinco metros de altura, que ilustra su último CD. La suerte les sonríe, pero ellos se burlan de la fama y le dicen a su fervoroso público: «Por este tema nos dijeron que nos vendimos, que somos unos caretas, así que lo vamos a tocar así se enojan con nosotros», grita uno de los cantantes y arranca con «Pequeños sueños». La respuesta de la gente no se hace esperar, sin prejuicios o reproches a su banda, disfrutan del hit.
El grupo no manda un mensaje sectario, a la vieja usanza del rock de pertenencia, sino que hace de la apertura, la tolerancia y la falta de prejuicio su principal bandera. Eso se refleja en su música, donde mezclan chacareras deformes, «De arriba de abajo», baladas pop en «Lloro», hip-hop vertiginoso en «Siento», el baile frenético en «Enes», el vals acústico en «Cascamascara» y el raggamuffin en «Ya me voy».
El quinteto logra un magnetismo particular con sus poderosas canciones, esas que vienen creando una sonoridad y un código propio con su público, y en el que todo vale, desde incorporar instrumentos poco convencionales, como el charango, el violín, una trompeta mal tocada, o ejecutar un modelo multifunción donde todos los integrantes pueden tocar otros instrumentos y cantar, o asumir arreglos vocales que lucen en toda su dimensión para reinventar el clásico «Ji-ji-ji», de los Redondos.
Entre el candor y el hastío, la banda recobra ese espíritu adolescente en sus canciones. Empujado por una fuerza lúdica, el grupo de Haedo funciona como un cachetazo vital para despabilar a cualquier conciencia entregada al fatalismo cotidiano.