La abstinencia del ritual de empujones, pogo, transpiración, gente a caballito, gaseosa con vino, vallas y una más y no jodemos más me hizo dedicarle el octavo capítulo de «Mis discos nacionales en cuarentena» a grandes trabajos para escuchar en vivo.
Son placas que suenan bien sobre cualquier plataforma, pero la rompen toda en el vínculo con el público. Algunas ya son parte de la cultura popular. Algunos discos no se volverán a escuchar nunca más de aquella manera porque algunos de sus protagonistas ya no están, pero siempre alguien te lo recordará: «no sabés lo que sonaba esto en vivo».
«Divididos por la felicidad», Sumo (1985)
Hay obras artísticas que valen más como hechos culturales, y por ende en lo que generan en otros, que quizá como obras artísticas en sí. Y eso no le saca valor como hecho artístico. Todo lo contrario. Y creo que el disco debut de Sumo es uno de esos casos.
Estamos hablando de un tornado que arrasó a la ciudad y su jardín primitivo. Estamos hablando de un tano, criado en Inglaterra, cantando en inglés y describiendo la sociedad argentina como nadie hasta ese momento. Luca Prodan ponía sobre la mesa cosas que si bien el rock nacional ya las había contado, él lo hace de una forma distinta, con irreverencia y sarcasmo. Mucho más directo y sin medias tintas, había que hablar de ciertas cosas que la sociedad planteaba mejor no hablar.
Una mezcla de rock, punk, ska y reggae (el nacimiento del movimiento en Argentina está acá), con saxos libres (invento 100×100 Sumo) y guitarras diabólicas (Mollo siempre fue un crack), todo acompañado por un tipo que por momentos cantaba, por otros hablaba; por momentos en castellano y por otros, en Inglés. Pero siempre lo hacía bien.
«La rubia tarada», «Mejor no hablar (De ciertas cosas)» y «Kaya», son algunos de los clásicos de la placa. Pero todas las canciones tienen un lugar especial en el cancionero popular, que se enamoró de las historias de excesos, rock, rebeldía y dolor que cantaba este símbolo de los Ochenta que fue Luca.
«El ritual de la banana», Los Pericos (1987)
Ya hablamos antes de la liberación que significó la vuelta de la democracia. Una explosión de sonidos, color y alegría que hasta no hace muchos años parecía impensada.
El disco debut de los Pericos, con solo cinco meses y seis shows juntos, lleva esa impronta. Arranca con un grito de un cantante con rastas pero a meses de la alopecia, que choca con una batería y otro grito de toda la banda le da la bienvenida a un reggae alegre, para saltar sobre un saxo en llamas. La voz del Bahiano sigue cantando en inglés. Y arranca una fiesta que ya lleva 32 años y contando.
Es una locura que sólo se puede entender en un contexto de locura necesaria. Si bien el reggae ya tenía sus antecedentes en Argentina, principalmente con Sumo y con algo de Los Abuelos de la Nada, ésta fue la primera banda que encaró el género de forma exclusiva. Lo hacían en inglés (o algo parecido), pero con una alegría que traspasaba el idioma. El éxito no tardó en llegar. Fueron Disco de Platino en el año ’88, con gran rotación en radio y televisión.
Con clásicos como «Movida rastafari», «Nada que perder» y «El ritual de la banana», el Bahiano y Juanchi Baleirón sacaron al ritmo oriundo de Jamaica de ese ghetto en el que estaba metido y lo había transformado en algo peligroso («gente que fuma cosas raras»). Lo adornaron con una estética de verano y playa; y lo fusionaron con sonidos que se relacionaban al Ska y al pop/rock británico («Ojos de ciudad» es un interesante homenaje a The Police), para acércandolo a la nueva liberada noche porteña. Sin saberlo que así, saltando y saltando, crearían un estilo único.
«Acariciando lo áspero», Divididos (1991)
Si ponés este disco en algún formato y lo escuchás tranca en casa, está bien. Está bastante bien, y vas a pasar un buen momento. Ahora, si se te ocurre ir a ver a La Aplanadora del Rock And Roll en vivo y los dedos milagrosos de Arnedo arrancan con los primeros acordes de «Ala delta», mientras Mollo ensaya alguna improvisación arriba y la bata explosiva de Catriel comienza a cargar la barra de potencia, no me responsabilizo hasta dónde pueden llegar tus sesos con la explosión. Claramente, hablamos de la mejor banda en vivo del país y de su disco más increíble.
Canciones como «El 38», «Cielito lindo», «¿Qué tal?», «Azulejo» y, por supuesto, «Ala delta», crean la definición de power trío para siempre. Con el tándem Arnedo/Mollo afilado y un tremendo baterista como Gil Solá (Divididos siempre fue el Club Parque de la bata), el poder del rock, perfectamente trabajado y compacto llega a momentos muy altos y cercanos a la perfección.
Además hay lugar para el reggae clásico y sin vueltas con «Sisters» (una remanencia de Sumo), y denuncias sociales y políticas como «El burrito», donde Mollo no le tiene miedo a tomar posturas. «El burrito sencillo va solito a corral, buscando el amo bueno que le de libertad, cuantas veces corro y no te puedo alcanzar», canta Ricardo, haciendo referencia a la lucha de los laburantes en busca de la zanahoria de una vida mejor (hablame de pararse de manos antes la meritocracia).
Entre rock y rock aparecen imágenes, pinturas y aguafuertes porteñas y de rutinas, que Mollo encuentra sin demasiadas pretensiones poéticas, pero con mucha sensibilidad y realismo que lo hacen más que interesante.
«Despedazado por mil partes», La Renga (1996)
El tercer disco de la banda de Mataderos estuvo a un paso de ser producido por Gustavo Santaolalla, que en aquél momento era algo así como el Rey Midas del rock Nacional, pero algunos pedidos faraónicos del productor —que incluían grabar 40 canciones para seleccionar 12 y un pedido de cambio de estética— hicieron caer la idea. De todos modos, sirvió para el debut como productor de Ricardo Mollo, lo cual sería un gran acierto.
Con un sonido bien rocoso, potente y por momentos cuadrado, y una fórmula ya probada por los Redondos o Sumo —rock al palo, guitarras enfurecidas y un saxo libre que juega sobre la bata—, la banda de Chizzo encuentra una popularidad que venía picando cerca, pero no se transformaba nunca en gol.
Apenas comenzaba el segundo gobierno de Menem y el entramado social empezaba a mostrar el desgaste de un sistema perverso, no sólo para los de abajo. La clase media también sufría el deterioro diario y, a contraposición de eso, otros se alimentaban de la desesperación. «Tu empresa líder funciona bien en el caos inventando analgésicos para poder seguir», canta en «¿Cuándo vendrán?», mientras que «A la carga mi Rock’n Roll» hace una crítica sobre la industria musical en la misma línea. «Vas apuntar tu cañón a nuestras mentes y a la canción de la vida aniquilar».
El pogo solo encuentra un respiro en el hit «La balada del Diablo y la Muerte». Un hermoso cuento surrealista o de Realismo Mágico, en el cual Chizzo, como todo pibe, encuentra a sus demonios en la esquina del barrio, y ante la duda de enfrentarlos o escapar, él decide hacerles frente para darse cuenta de que había cosas más terribles a las que temerle.
«El final es dónde partí» y «Lo frágil de la locura» son otros de los clásicos que habitan la placa. Pero «El viento todo empuja» (un reggae bien Sumo), «Veneno» (un clásico de viaje) y el eterno cierre de shows: «Hablando de la Libertad», le agregan a la crítica social ese camino de instrospectiva que hace de éste disco el punto y aparte necesario para cualquier cuarentón que quiere recuperar su sueño de mochilero.
«El ruiseñor, el amor y la muerte», Indio Solari (2018)
El Show de Olavarria de hace unos años, con desmanes incluidos, dio la impresión de ser la última Misa Ricotera. Ya no más. La falta de organización, la cultura rock mal entendida y añeja, más los errores propios y ajenos, hacen que parezca imposible otro evento de esas características que movilizan miles de personas. Pero la música, por suerte, es parte de esos «bellos milagros que todavía ocurrirán».
Solari demostró en esta placa que su capacidad de composición sigue viva. Quizá algo más alejado de la lucha antisistema y más cerca de temáticas metafísicas y amorosas, algo lógico en la realidad del ex líder de los Redondos —no se puede bailar siempre el mismo rock, amigos—. «Los muertos sin alma me quieren juzgar a mí», de «La moda no es vanguardia», es quizá la frase que más retrata la placa y suena a respuesta a quienes llevan 40 años atacando al artista más convocante del país.
La vieja fórmula está. Ese espíritu ricotero, esas canciones que como la vida, van y vienen en sensaciones, fantasmas, milagros y rutinas no se perdieron y quizá vivan en el ADN de cada fan, más allá de lo que haga su líder. Aunque por momentos se pierde en una búsqueda de viejas melodías efectivas, mucho más cerca de un camino al éxito que al arte propiamente dicho, él suele encontrar ese arte, aún sin ser su prioridad. Porque digamos que el talento no se pierde tan fácilmente.