Es cierto: él está realmente solo. Porque lo buscó, pero también porque lo abandonaron. Algunos de sus amigos, sus compañeros de música y otra mucha gente que merodea el negocio del espectáculo. No es fácil estar al lado de Moris: dice cosas incómodas, tiene una férrea idea de la autenticidad, de lo puro. Palabras que muchas veces no caben en la vida de algunos músicos. Viejos compañeros todavia hablan con él y a veces tocan a su lado. Todos lo respetan, pero desde lejos. «…Y Moris siempre con sus ideas tan delirantes, no va a llegar a ningún lado», este es el comentario más común que se escucha en el gran circo musical de Buenos Aires.
Quizás algunos tengan motivos para separarse de él. Moris es algo neurótico y meticuloso con sus pensamientos. Puede hacer los desplantes más violentos y enrostrar la verdad cruda a quien menos se lo espera.
Lo mismo pasa con sus canciones («El Oso», «Pato trabaja en una carnicería», «Escuchame entre el ruido» y otras de su reciente producción). para la mitad del público son agresivas, le ponen el rótulo de la «protesta», el resto se divide entre los que se asombran y lo respetan y aquellos que realmente sienten que ese muchacho flaco, totalmente solo en el escenario, les está gritando una verdad que ellos conocen pero que, tal vez, nunca advirtieron o no quisieron ver.
Musicalmente sus composiciones no son la perfección. Aunque algunos temas suyos tienen hermosas melodías, como «El Oso» y «Ayer nomás», su tema más difundido (y también el más viejo) que fue grabado por los Gatos en su primer simple acompañando el super éxito «La Balsa».
Si existiera una escala de valores para comparar la letra y la música por igual, podría asegurarse que, por lo general, los textos de Moris superan a sus propias músicas. Su temática rebelde, desconforme, ácida hasta la ironía mordaz, a veces es incoherente. Quienes escuchen detenidamente sus letras podrán encontrar muchísimas contradicciones, ideas arbitrarias, reviros, caprichos y resentimientos primarios, pero al confeccionar un balance final de lo escuchado nadie podrá negar que eso es el producto de un hombre auténtico; audaz, hermoso en su valentía inconsciente, capaz de brindar todo de sí mismo: hasta sus propios errores.
Todos los músicos de Buenos Aires, todos los periodistas están con Moris. A favor o en contra, pero están con él, hablando de él. Porque Moris no puede pasar inadvertido. Provoca polémicas. Es apasionante elogiarlo y criticarlo. Muchos de los oyentes lectores estudiosos del pop todavía no deben conocerlo. Para algunos esta introducción sea —por eso mismo— un poco exagerada, subjetiva. Pero Moris más que nadie —esto es seguro— se merece la exclusión de, la a veces fria, objetividad.
Hoy, en las disquerías de Buenos Aires hay un simple, «El Oso», y un long play, «Treinta minutos de vida», de este cantante solitario que ni siquiera tiene músicos para que lo acompañen en sus grabaciones. De vez en cuando, desde la temporada del ’69, su nombre comienza a verse en los recitales. Nunca como primera figura. Quizás ningún empresario quiere arriesgarse demasiado con él. El público no delira por sus canciones. Cuando Bob Dylan recorrió durante años el sur norteamericano cantando sus verdades tampoco reunía multitudes, apenas si juntaba unas docenas de sorprendidos.
Moris fue llamado a la redacción de Pelo, para hacerle la primera nota en serio de su larga vida de músico. Esto que sigue es lo que él mismo contó de su vida (quizás para que se lo entienda mejor), de su música, de queridos amigos, de lo que necesita y lo que quiere dar. Este es Moris:
«EMBALURDABA A LOS ESTÚPIDOS»
«Cuando era pibe, a los siete u ocho años, era muy violento. Quizás porque vivía entre dos extremos: la necesidad de libertad y el miedo de sentirme apretado. Sobre todo por la escuela. Yo me eduqué en un colegio pago. Mi viejo siempre me decía: «Te mando al mejor colegio». Hoy todavía le sigo diciendo, como en aquella época, que casi siempre el mejor colegio resulta ser el peor. Mis padres tenían la suficiente ?lata como para mandarme a un instituto de esa categoría: era fino, bacán, donde te enseñaban el fair play y gustaban los apellidos complicados. Era un colegio inglés, y aplicaban el método de enseñanza que aún hoy se usa en Inglaterra: había castigos corporales, resaltaban los defectos y virtudes y hacían competir a los estudiantes entre sí. Yo, como todos los de ahí, necesitaba que me entendieran. No qúe me castigaran. Finalmente, a los 12 años, cuando estaba en sexto grado me echaron porque llevé la revista «Dinamita», que hablaba de cuentos verdes y traía dibujos y chistes picantes. El profesor y los celadores no entendían por qué yo llevaba «Dinamita», o por qué había un tipo en el grado que era matón y otro que era demasiado tonto. Le pagaban para enseñar de determinada manera y chau. Yo terminé por aliarme con los vivos y embalurdaba a los estúpidos. ¿Qué iba a hacer? Nunca fui un alumno aplicado, pero me querían porque era buen deportista. Gané dos campeonatos intercolegiales de carrera libre (100 metros) y también uno de salto en alto. Allí te enseñaban a competir en todos los órdenes y yo sólo quería ganar donde ponía mi propio esfuerzo, sin que me lo indicaran.
«TENES QUE SER UN TECNICO»
Cuando terminé la primaria mi viejo me dijo que el futuro de la Argentina era la técnica. «Vos tenés que ser un técnico —me aconsejaba— porque es una carrera que te va a dar plata, y además vas a ser un tipo independiente». Siempre lo respeté mucho a mi viejo, y le hice caso. Entonces entré en el industrial Otto Krause a estudiar química. Todo el asunto del secundario era más lindo que la escuela primaria: habia más libertad. Aparte era bastante interesante estudiar química. Los primeros años me interesé como un loco. Después, lentamente, me fui dando cuenta que había un fondo absurdo en todo eso. No era lo que realmente quería. Yo necesitaba profundizar en todo y si era posible rápido: todo pronto. La química me limitaba. Me interesaba toda la vida: buscarle el fondo a todas las cosas. Entre mis compañeros a muy pocos les pasaba eso. No sé, quizás yo fuera diferente. Muchos de ellos habían pasado miseria, o sus familias eran pobres. Yo en cambio, mientras estudié, tuve de todo: casa, comida, buena ropa, me daba los gustos que quiere darse un muchacho joven.
Faltaba demasiado. Me la pasaba escuchando música. Por esa época se me caían las lágrimas escuchando jazz moderno. Conocía todos los autores, la instrumentación de los temas: era un ruido distinto en el que sólo yo podía meterme. A veces me ponía a dibujar proyectos de tapa para long plays de Jerry Mulligan o Dizzy Gillespie. En ese entonces mi viejo me fue restringiendo un poco la plata. Claro, veía que yo no estudiaba. Pero era generoso: un día me trajo a casa una guitarra flamante, le había costado ocho mil pesos: era buenísima. Finalmente dejé el industrial. ¿Para qué iba a seguir? Yo realmente no quería eso. Entonces mi viejo me dijo que me las arreglara. No me pasó más un mango: «Si querés plata, buscátela». Claro, yo era medio fiaca.
«HICE EJERCICIOS. VENDI REVISTAS»
Cuando dejé el secundario, quizás un poco antes, me enfermé: tenía problemas intestinales y estomacales. Sufría bastante. Entonces empecé a leer libros de medicina por mi cuenta. Todo lo que tratara sobre mi enfermedad. Quería curarme. Aprendí mucho sobre alimentación. Allí empecé a leer de todo. En un año consumí toda la biblioteca de mi viejo que era enorme. Al mismo tiempo tocaba, un poco nada más, con un conjunto. Se llamaba «Los Juveniles». Pero tenía una psicosis: quería estar sano. Todos los días hacia ejercicios; necesitaba sentirme fuerte. Cuando estuve mejor empecé a trabajar. Mi viejo no me pasaba nada. Mi mamá día por medio me tiraba cincuenta pesos sin que él se enterara. Con eso me arreglaba más o menos. Pero quise trabajar para no ser un inútil. Conseguí que me tomaran como vendedor de revistas norteamericanas por suscripción. Iba casa por casa, tocando timbres. Cuando cumplí 18 me fui a Montevideo a trabajar allá de lo mismo. Era un buen vendedor. Tenía habilidad para hablar y convencer a la gente. Yo decía que era estudiante y que hacía ese trabajo para ganarme una beca. Era uno de los tantos engaños que hay. Pero me cansé de hablar y vender revistas. La música me gustaba demasiado».
«Y ESTAS EN LA SALSA, COMO AYER»
Volví a Buenos Aires. Insistí con mi guitarra. Entonces conocí la Cueva, el famoso boliche de la calle Pueyrredón de donde salieron tan. tos músicos de hoy. Allí empezó mi vida de músico. Mejor dicho: me convencí. Todos los que estaban allí eran un poco rebeldes; era lo que los unía. Pero sus pretensiones eran diferentes: unos buscaban un cambio de vida, otros plata, muchos fama, algunos sólo iban para cantar y tocar. Pero ese boliche era como un oasis en la ciudad. Como el útero de tu mamá: cálido, oscuro, carente de agresividad, lindo. Había música, guitarras, amigos. Era una plaza gratis, un bar sin dueño: una segunda casa para los que nos sentíamos músicos. Allí estaban Litto, Javier Martínez, Tanguito, a veces venía Sandro, Pajarito. Todos desconocidos en ese momento. Hablábamos de música o escuchábamos a los otros. Ahora después de algunos años le hice un tema a ese boliche. Dice: «Bajás las escaleras / el sótano es azul / y estás en la salsa / como ayer». Todos llevábamos el pelo largo, éramos precursores de los hippies. Estábamos en rebeldes y nos creíamos dueños de la verdad. Filosofábamos. Por lo general siempre veíamos la paja en el ojo ajeno. Pretendíamos que los demás nos brindaran a nosotros, los músicos, un paraíso donde todo se nos diera fácil. Negábamos todo. Sólo veíamos nuestros problemas. Por esa época Litto cantaba bossa nova, yo compuse algunos temas y también Javier, no sabía tocar la guitarra y algunos de nosotros le enseñábamos a armonizar.
Casi para el final de esa época formamos un conjunto: los Beatniks. Yo en guitarra rítmica y canto, Alberto Fernández Martín (actual Sound & Co.) en batería, Pérez Estévez (ahora es músico profesional en España) en bajo y Pajarito Zaguri en canto y pandereta. Al principio, los demás no querían que el Pájaro estuviera en el grupo: «Este tipo no aporta nada —decían—, desafina y ¿para qué queremos una pandereta?». Pero yo quería que él estuviera, porque tenía espíritu de grupo. Yo les dije que si se iba Pajarito yo me iba con é!. Después Pájaro consiguió una guitarra y hacía que tocaba en el escenario, al final aprendió. Cantábamos temas de protesta, pataleábamos contra todo. Nos vestíamos con camperas de cuero negras. Estábamos cerca del absurdo total. Los conjuntos grandes en ese momento eran los Shakers, los Vip’s y los In. Nosotros conseguimos grabar un disco en CBS. El tema se llamaba «Rebelde», hablaba de la guerra nuclear: «Por qué el hombre quiere luchar / aproximando la guerra nuclear / cambien las armas por el amor / y haremos un mundo mejor». No tuvo ningún éxito. Fuimos a varios clubes. No pasó nada. Poco después cerraron la Cueva. Para ese tiempo las ideas de todos nosotros habían cambiado un poco: empezamos a respetar los pensamientos de los demás. Queríamos vivir en paz, con paz. Al faltarnos el elemento de unión cada uno caminó para su lado: los Gatos triury faron, otros trabajaron como músicos profesionales, yo quise hacer una revista, «La Mano», pero no pasó nada. Entonces me abrí de todo. Comencé a andar solo.
«Y TENGO GANAS DE SOLTARLO»
Al tiempo conocí a Inés. Nos enamoramos. Estuvimos dos años juntos viendo la vida, criticando cosas, modificando, queriendo a algunas pocas personas, yendo mucho al cine. Nos casamos. Me prestaron una casa en Olivos: allí me fui a vivir. Había un piano. Entonces, poco a poco, volví a la música: comencé a componer. No tenía necesidad de trabajar: había cobrado 315.000 pesos por los derechos de co-autor de «Ayer nomás». Viví así un año. Después cobré por lo mismo otros 100.000. Pero eso acabó. Comencé a leer los clasificados de Clarín. Otra vez la música al cajón. A la mañana me vestía, me afeitaba bien. Y enganchaba cosas por temporada: venta de heladeras sin marca, venta de lotes en barrios inundables, acondicionadores de aire al uno por ciento de comisión. Un día, el tres de enero de 1969, nació mi hijo. Para él gasté el dinero que me quedaba. Y entonces empezó una realidad tremenda: mantener a mi hijo y ser también para él un hombre auténtico.
Busqué desesperadamente muchas cosas. Quería unir mi vocación y la dignidad de mantener a mi familia. Fui a ver entonces a un amigo, Jorge Alvarez. El para esa época había comenzado con Mandioca. Le pedí trabajo. Me preguntó:
—¿Qué sabés hacer?
—Sé escribir, cantar, tocar la guitarra y pensar.
Bueno: ¿Realmente cuánto necesitas por mes?
—Con treinta mil pesos me arreglo (le mentí eso no me alcanzaba, pero sabia que más no podía pagarme).
OK, hace tus temas: vamos a grabar un simple y un long play y si querés escribí un libro sobre la música na cional desde la epoca del rock hasta hoy. Dije que sí. Grabé. El libro lo comencé, pero creo que no va a salir. Empecé entonces a hacer algunos recitales. Algunas personas que me escuchaban se acordaban que yo había pertenecido a los Beatniks, otros se sorprendían. Comencé bien de abajo, como dicen los «triunfadores». Salió el simple, a pesar de la poca difusión algunos se vendieron: creo que mil quinientos. Carlos Riccó me ayudó mucho, siempre había confiado en mí. Empecé a tener un público que le gustaba lo que yo decía. Hoy sé que no soy un éxito, ni siquiera me conoce mucha gente. Sigo sin tener mucha plata. Pero quiero continuar haciendo música. Quiero hacer un espectáculo: llevar a un escenario un órgano, guitarra española, otra eléctrica. Y tocar un poco de cada cosa. Conversar con el público. Poner en el escenario cartelones con la letra de mis temas. Quizás lo consiga. Tengo necesidad de hacerlo. Tal vez ahora con el long play voy a tener más posibilidades. Sabés que pasa: todavía no di todo lo que tengo adentro. Y tengo ganas de soltarlo.