El hombre que encendió la llama del rock en castellano revisa su obra y habla del regreso junto a su hijo Antonio. La bohemia, la ciudad y la alienación en algo más que treinta minutos de vida.
Parece coherente que el hombre que en 1970 bautizo treintaminutosdevida su primer disco solista tenga una fijación con el tiempo. “El tiempo lo cambia todo, especialmente la visión de las cosas. Yo no tengo la misma visión que cuando tenía 25 años y a veces uno no sabe si el cuerpo es de uno o del tiempo… Cuando me encuentro con mis viejos amigos no es lo mismo: el tiempo los ha cambiado, y si llego a pasar por Dock Sud o si escucho «El mendigo de Dock Sud» en su versión original, de 1974, me pregunto si yo fui esa persona. El tiempo es un gran misterio.”
Estamos en el San Bernardo, el bar histórico de Villa Crespo donde se mezclan viejos jugadores de billar y hipsters aficionados al ping pong, y si Moris accedió a compartir esta merienda de tónica y especial de crudo, queso y tomate, es porque, a poco de cumplir 70 años, acaba de editar Familia canción, su primer disco de estudio en más de tres lustros y, probablemente, el mejor desde Fiebre de vivir (1978), su tercer opus, grabado durante su exilio madrileño, que comenzó en 1975 y se prolongó hasta mediados de los 80. Es un regreso discográfico glorioso y épico, que rankeó alto [puesto número 8] en la selección de discos de 2011, según Rolling Stone, y que marca un mojón en su obra, porque es el primer álbum que escribió, compuso y arregló junto a su hijo, el talentoso y versátil Antonio Birabent.
Pionero del rock en castellano, Moris aportó una buena porción de gemas clásicas a los orígenes del movimiento en Argentina: “Ayer nomás” (compuesta con el periodista y poeta Pipo Lernoud), “El oso”, “Escúchame entre el ruido”, “Pato trabaja en una carnicería”, “De nada sirve”, “Muchacho del taller y la oficina” y “Sábado a la noche”, entre muchísimas otras. Su folk-rock, más la incipiente psicodelia de Almendra, el beat de Los Gatos y el blues pesado de Manal, es una de las patas que sostuvieron la escena en su etapa fundacional.
El bar es la escenografía perfecta para esta charla: con un cuadro añejado de Gardel en una barra con Hesperidina y Ginebra Bols, paredes con venecitas opacadas por los años, un plantel estable de jubilados que juegan al dominó, el San Bernardo oficia de refugio para el culto a la porteñidad y Moris es el artista de rock argentino que más culto ha hecho de Buenos Aires. Ya desde la adolescencia, Mauricio Birabent combinó la atracción por el arrabal con su linaje elegante (sus abuelos eran franceses y de allí viene su apodo, una castellanización de “Maurice”). La aventura, el peligro, la gente rara, los bares del centro, la madrugada, la mafia, la vida bohemia se volvieron el eje de su vida desde que cumplió 15 años, y ahora los evoca con un brillo especial en su mirada. “Resulta que para ver algo de música en vivo, lo único que había era bares, porque ahí venían los marineros de los barcos yanquis (o ingleses, pero más bien yanquis), y se ve que los tipos querían hacer música. Lo recuerdo muy vívidamente: llegaban en el camión y bajaban los saxos barítonos, los órganos Fender, montaban todo en los bares y se ponían a tocar jazz. Yo tenía unos amigos más grandes que me llevaban y ahí descubrí un universo completamente distinto al del [colegio industrial] Otto Krause, que es el mundo de la noche… Hoy, por supuesto, eso no existe más.”
El tiempo, otra vez.
Cuando Moris dice “eso no existe más” se refiere, en parte, al fin de la bohemia. No sólo porque lo que queda de la bohemia porteña es bien distinta a la de los años 60 (antes, incluso, de La Cueva y La Perla de Once), sino porque Moris ya no es el mismo. Ya no deambula, dice, como lo hacía hasta hace algunos años (las leyendas urbanas hablan de un flâneur misterioso y sociable, capaz de, por ejemplo, pedirles un afiche a unos rockeros emergentes que, con tachos de engrudo, los pegan para promocionar una fecha, o de irrumpir en el bar de una estación de servicio, siempre bien entrada la madrugada). Ahora, en cambio, dice que la noche no lo atrae más: “Volver a las cinco de la mañana me cansa. Lo hice mucho tiempo, pero ahora disfruto de leer o de irme a descansar temprano. Si me acuesto a las diez de la noche, duermo más tranquilo y me levanto más temprano”.
Familia canción, según Moris, fue compuesto desde el oficio y la memoria: la evocación de otros tiempos, pero en diálogo con el presente; es decir, con los primeros tiempos de Antonio como padre y de Moris como abuelo. “Cuando me decidí a cantar rock en castellano, yo tenía bastantes cosas para decir. Teníamos muchos motivos para protestar, para estar enojados o estar en contra de cosas. Por eso, este disco es un poco una reiteración de lo que yo escribí y de lo que escribió Antonio… Las canciones de mi repertorio son como el canto del cisne. O sea, suben, tienen un cénit, y después caen. ¿Qué te puedo decir? Por ejemplo, Cadícamo es del 1900 y escribió letras hasta el año 40. Después, no escribió más: estuvo sesenta años sin escribir nada… Manzi y Discépolo murieron muy jóvenes. Es un fenómeno que también se da en la literatura: el impulso de los 20 años es fundamental. Lo que queda después es la inercia, que es una palabra fea. Digamos, mejor, el entrenamiento, la memoria… Aunque, por otro lado, Spinetta sigue componiendo. Y Nebbia también, aunque no escuché sus últimos temas.”
Y, en un análisis minucioso, Moris, el parroquiano de miles de cafetines de Buenos Aires, se inspira en el paisaje ad hoc que nos rodea y vuelve sobre una de sus obsesiones: “Esos hombres que están jugando al dominó, en el fondo, son esos pibes de guardapolvo blanco que ahora están jugando al pool. Dentro de cuarenta años van a estar allá. Todo tiene que ver con el paso del tiempo”.
Moris crecio escuchando jazz, boleros, tango y bossa nova en su casa del barrio porteño de Palermo, a pocas cuadras de Plaza Italia. Su primer instrumento fue una batería y su primer ídolo, el gran jazzista Gene Krupa. “Me había conseguido un par de palillos y tocaba arriba de las mesas. Seguramente, mi vieja vio eso e intuyó que yo quería una batería. Por supuesto, era una batería medio de juguete… A mí el ritmo me gustaba mucho: después, pasaba muchas horas tocando la guitarra, sacaba temas de los discos de boleros, de Los Plateros, de Bill Haley.”
Cuando a los 16 años quiso dejar el colegio, ni su madre (pianista, fanática de la música, especialmente del tango) ni su padre (un ingeniero agrónomo que había fundado el diario Democracia, que había apoyado la candidatura de Perón y que había escrito El pueblo de Sarmiento, un libro sobre Chivilcoy) se escandalizaron. “Si no querés estudiar, salí a trabajar”, sugirió el padre. Y el joven Moris consiguió trabajo en Local Reader’s Service, una empresa norteamericana que vendía revistas y libros. “Me iba muy bien, ganaba mucha plata y tenía acceso a Down Beat y a otras revistas de jazz. Dejar el colegio no fue traumático, porque simplemente no tenía voluntad de estudiar…”
Su compinche de la infancia y buena parte de su vida fue Pajarito Zaguri. “Lo conocí en Palermo, en los bosques o en el Rosedal. Lo conocí ahí, haciéndome la rata. El, del Otto Krause y yo, del Nicolás Avellaneda. Y del Rosedal nos fuimos a su casa. Y, de ahí en más, empezamos a tocar. Teníamos los mismos gustos y nos hicimos muy amigos”, le contó Pajarito Zaguri a Boom Boom Kid en la memorable entrevista que ROLLING
STONE publicó en julio de 2011.
Pajarito fue el que, una noche a principios de los 60, llevó a Moris por primera vez a La Cueva. En el antro de la avenida Pueyrredón, ambos se relacionaron con Litto Nebbia y algunos de Los Gatos (Ciro Fogliatta, Oscar Moro) y también con Spinetta, Tanguito y Javier Martínez. “Cuando nos conocimos, Javier no cantaba, sólo era baterista. Un día, me dijo: «Moris, mirá, yo quiero cantar». Entonces yo lo entoné un poco y le enseñé unos acordes de guitarra. Venía a casa, me mostraba las canciones y las cantaba. En ese momento, la figura del cantautor prácticamente no existía: existía el cantante, que era intérprete, pero no componía.” Moris también les enseñó a tocar la guitarra a Tanguito, a Alejandro Medina y a Claudio Gabis.
Fue con Pajarito que Moris consiguió su primera audición en una discográfica. En la oficina del productor de CBS Columbia, Yaco Zeller, con una guitarra como único acompañamiento, dos de Los Beatniks cantaron “Rebelde”, “No finjas más” y “El soldado”. “Muy poca gente tenía la posibilidad de hacer un disco: era algo extrañísimo. La prueba se daba en vivo, no había demos ni nada de eso. Así que nosotros fuimos, cantamos, y nos citaron para grabar la semana siguiente. Nos dieron un contrato larguísimo, pero ni nos dejaron leerlo: no se podía cambiar nada. Y Sandro, que estaba en la misma compañía y había grabado dos discos con Los de Fuego, me prestó su guitarra eléctrica”, rememora Moris.
Rebelde, un simple que además del tema de Moris v Pajarito también incluía como lado B “No finjas más”, de Javier Martínez, no fue un récord de ventas. Sin embargo, produjo el primer gran cimbronazo mediático del rock de acá. Moris tenía amigos en el mundo de la publicidad y logró entender la lógica con que se manejaban. Así que Los Beatniks salieron a tocar arriba de un camión, por la avenida Santa Fe (ilos filmaron para Sucesos argentinos!). Y, al poco tiempo, Moris consiguió una reunión con el dueño del diario Crónica, el empresario periodístico Héctor Ricardo García, y le propuso armar un escándalo con hippies bañándose en una fuente de una plaza en la Recoleta. La anécdota es conocida: “Está buenísimo”, dijo García. “Lo damos el lunes. Si gana Boca, va al interior del diario. Si no gana, va a la tapa.” Boca no ganó, y así el incipiente rock argentino llegó a la portada del diario del pueblo. “La promoción, sin embargo, no hizo que se vendieran más discos. Pero eso sí, tocamos en muchos lados y fue una apertura”, asegura Moris.
En el verano de 1965, Moris y Javier Martínez habían abierto en Villa Gesell el Juan Sebastián Bar, donde tocaban todas las noches. Según recuerda el propio Moris en Agarrate!!! Testimonios de la música joven en Argentina (editorial Galerna, 1970, compilado por Juan Carlos Kreimer): “El llevaba una batería con dos bombos; yo, una guitarra estereofónica, y hacíamos un dúo extraordinario. Tocábamos jazz, blues, bossa, temas de los Rollings (sic), de los Beatles y cuatro o cinco canciones que ya había compuesto por esa época. Y después de «What Pd Say», de Ray Charles, o de «La sombra de tu sonrisa», de Astrud Gilberto, yo cantaba «El soldado»: “Será la última guerra/ vendrá la paz/ es un engaño absurdo/ para matar, soldado/ ya regresa/ ven y no luches más/ no ves que en dos mil años/ no ha habido paz”.
En aquel entonces, la guitarra estereofónica de Moris era muy sofisticada, una pieza codiciada en el ambiente: “Tenía dos pastillas, una la mandaba a los graves y otra a los agudos. También tenía dos equipos, uno grande, enorme, por donde salían los graves… Pensá que tocábamos en lugares chicos, entonces todo sonaba bien y no sentíamos el problema de no tener bajo…”. Aunque no exista registro alguno de aquel dúo, es probable que Martínez y Moris se hayan adelantado en más de tres décadas a la mínima expresión rockera de los White Stripes. Y fue mientras cantaba las primeras versiones de “Rebelde” (considerado el hit fundacional del rock argentino, posteriormente grabado con Los Beatniks en 1966) que Moris se enamoró de Inés González Fraga.
Fue un flechazo: amor a primera vista. Era la génesis del hippismo y de un incipiente “amor libre” que Moris e Inés nunca cultivaron. “Ella era mi novia y yo era su novio. Yo le propuse casamiento y ella me dijo que sí”, resume.
Moris e Inés se casaron en la sede central del Registro Civil, al 753 de la calle Uruguay. No hicieron ceremonia religiosa pero sí una pequeña fiesta. “Vinieron mis hermanos y los hermanos de ella: la familia. No me acuerdo si vino alguno de mis amigos. Nos fuimos a vivir juntos y a los dos años, en el 69, nació Antonio, después nació José… y hemos seguido juntos”, resume.
¿Cómo conjugaste la cuestión artística y la bohemia con la paternidad?
A veces, la mujer lleva una parte importante del peso matrimonial. Pero vo enseguida pensé que tener hijos estaba muy bien. Es más, me tuve que poner a trabajar, porque con la música no alcanzaba.
A comienzos de los 70, Moris era uno de los pocos músicos de rock argentino que había formado una familia, que tenía un trabajo más o menos formal y que estaba obligado a vestirse de saco y corbata para salir a vender productos químicos en el conurbano. Sus ideas, sin embargo, eran iconoclastas.
Si no contamos a los pavadores, Moris fue el primer rapero argentino. “De nada sirve”, una improvisación urgente y fantástica de más de siete minutos que, a más de cuatro décadas de su creación, no sólo no ha perdido vigencia, sino que crece con cada escucha. Entre las fuentes de inspiración podemos mencionar el jazz que escuchó en su infancia, los talking blues de los cuales también se embebió Bob Dylan y una cuota autóctona proveniente, justamente, de las pavadas. “La improvisación es fruto de la audacia, porque animarse a improvisar también significa que no tenés miedo a equivocarte, que no te importa equivocarte, que no tenés que cuidar una imagen ni un lugar”, dice.
¿En qué pensabas mientras creabas “De nada sirve”?
Yo creo que, en realidad, no pensaba en nada; mientras estaba cantándola, iba más rápido la expresión que el pensamiento, y tal vez estaba expresando no sólo lo que yo sentía sino lo que sentía cualquier ser humano. Porque la soledad, la angustia existencial, la muerte, el tiempo son temas eternos. Podrán pasar dos millones de años y el ser humano va a seguir… Es terrible pensar que ser humano significa que no te podés escapar de la cuestión existencial desde hace miles de años. Porque en vez de estar en un bar como nosotros, el hombre primitivo estaba en una cueva preguntándose qué era la vida y qué era la muerte y, dentro de miles de años, cuando no estemos nosotros ni todo esto que ves acá, el dilema va a ser el mismo. De eso se trata la canción.
Alguna vez me contaste que la canción tiene influencias de la literatura de Albert Camus y de Jean Paul Sartre…
Si, pero es curioso, porque yo no había leído nada de eso. Tal vez estaba en el aire. Pero yo no leí a (Roberto) Arlt, ni a Camus, ni a Sartre. Si leí a Krishnamurti cuando tenía 20 años y había leído algunas cosas de budismo, algunas de religión y un poco de la Biblia. Y la verdad es que uno es un poco todo lo que leyó y lo que vivio. Sin embargo, yo dejé de escuchar discos hace mucho tiempo: desde la época de La Cueva no escuchaba nada… Estaba bastante compenetrado en tratar de pensar qué quería cantar yo. Había gente que sí escuchaba, por ejemplo Litto Nebbia tenía una pila de discos, conocía todo, sabía todo, todo, todo. Y yo sigo siendo igual. Ahora, si me das un disco de los White Stripes, sí, lo pongo y lo escucho. Pero la verdad es que prácticamente lo único que escucho es música clásica: Beethoven, Mozart, Mahler, Debussy, Strauss…
Fue por canciones como “De nada sirve” que Moris se convirtió en referente de músicos de su generación y de generaciones mucho más jóvenes. Los Piojos, por ejemplo, a comienzos de los 90 incorporaron a su repertorio versiones de “Balanceo del rock” y “Sábado a la noche”. Cuando algunos años más tarde, promediando esa década, Andrés Ciro compuso “Genius” (4zul, 1998) se inspiró en el riff de “El mendigo de Dock Sud” y, para las presentaciones en vivo, decidió incorporar las primeras estrofas de la canción de Moris a modo de introducción. Dice Andrés: “La frase «Vivo debajo del puente de hormigón, y soy feliz», me parece maravillosa. Es muy descarnada. Y real, a la vez. Es casi shakesperiana; como dice Hamlet, puede sentirse el rey del universo en una cáscara de nuez. El tipo está feliz, v no le importa dónde está. Está bien consigo mismo, y está ahí, observando… No le importan, digamos, los parámetros culturales o sociales”. El ex cantante de Los Piojos se explaya luego sobre el que, a su entender, es el aspecto más relevante de la obra de Moris: las letras. “Lo que más valoro es la cuestión de contar historias y de escribir letras que se entiendan. Creo que ésa es una influencia muy importante. Básicamente, tiene la letra de la música popular, del rock e roll original y de los blues también. Las letras de los negros norteamericanos son todas letras entendibles, sencillas, que hablan de sentimientos, de angustias, y de cosas que también aparecen en el tango. Su forma de escribir no es la de la poesía pop, una lírica abstracta, sino que es algo que apunta más al corazón. Moris es un letrista que habla del individuo: le habla al individuo y habla de la soledad del individuo frente a la ciudad, frente al monstruo que es el consumo y lo que proponen los tiempos modernos. Habla desde el hombre sensible y solitario. Eso siempre me pegó e hizo que me sintiera identificado.”
Andrés Calamaro es otro de los colegas que veneran a Moris, y una buena prueba es esa gran versión de “Pato trabaja en una carnicería” que grabó a fines de los 90. Hace unos meses, en “El consultorio del Dr. Rock”, la sección que Andrés escribe para la edición española de Rolling Stone, Josele Santiago preguntó: “¿Por qué los rockeros españoles tuvimos que esperar a que, en 1975, el gran Moris viniera desde Argentina para decidirnos a utilizar en nuestras canciones la idiosincrasia y los lugares propios de nuestro país?”, El Salmón respondió con un pequeño ensayo sobre el autor de “El oso”: “Moris también apareció un buen día en Argentina para estampar su sello de letrista/crónico urbano y su genética de rockero con aromas puros y ciudadanos; quizás un tango en el cuerpo de Gene Vincent. Dentro del primer pelotón de rebeldes, Moris destacó por el carácter idiosincrático de sus letras y su estampa de cantor bien varón. Los dos primeros discos (del período bonaerense de Moris) son cátedras. (…) Su debut en España no pudo ser mejor que Fiebre de vivir, un disco refundacional y emocionante, una lectura del rock y del paisaje, los personajes y el tiempo. Tres discazos de época y de siempre. Es que Moris es él y él es su personaje. Bohemio, vigía en la mesa de un bar y escribiendo, es un generador de estilo y canción ciudadana con carácter de rock 82 roll tomándose en serio. Dudo de que los compositores de canciones tengamos total conciencia de cuánto adeudamos a este artista entrañable y admirable”.
Calamaro no sólo le debe cariño por su obra: fue Moris quien, a fines de los 80, lo impulsó a probar suerte en Madrid, del mismo modo que él lo había hecho más de una década atrás. En 1975, Juan Alberto Badía le avisó a Moris que un grupo de tareas, autodenominado Comando Formosa, lo estaba esperando a la entrada del canal de televisión con volantes que le exigían a él y a otros músicos, como Horacio Guarany, que abandonaran el país. Moris no tocó en la tele esa tarde, ytampoco lo hizo durante una década. En cambio, hizo las valijas y se fue del país.
¿Por qué elegiste España?
Yo estaba en la duda entre irme a Brasil o a España, y cuando se lo comenté a Facundo Cabral, que era bastante amigo mío, me dijo: “Andate a España que te va a ir muy bien”. Me dio una carta de recomendación para que fuera a ver a unos argentinos que manejaban el boliche El Poncho, en Madrid. Ahí, en algún momento había striptease, pero después había música… María y Federico, los dueños, cantaban canciones de música popular y tango.
¿Y cómo te insertaste en la movida madrileña de aquellos años?
Inés tuvo mucho que ver; me hacía la prensa y los contactos, hasta que apareció un personaje muy importante en mi vida: el Mariscal Romero. Era un tipo al que le gustaba mucho el rock, tenía un programa de radio, era disc-jockey y, cuando escuchó una versión mía de “Zapatos de gamuza azul”, se enamoró.
¿Eso fue lo primero que grabaste allá?
Sí, y lo grabamos con [el guitarrista] Héetor Starc, que en ese momento vivía en España con los Aquelarre. Hicimos un demo con guitarra eléctrica y un poquito de batería. Presenté el demo en una discográfica y me contactaron con los Tequila: Ariel Rot y Alejo Stivel, que me habían visto tocar en vivo en Buenos Aires. Dos muchachos vivos y rápidos y, además, muy buenos músicos. Grabamos Fiebre de vivir en apenas tres días: el primero, grabamos la base en vivo dentro del estudio; el segundo, regrabaciones de voces y guitarras; y el tercer día, hicimos la mezcla.
Es notable el modo en que incorporás la jerga madrileña en las canciones de ese disco…
“Entrañable”, “chaval”, “tío”… Ahí yo vuelvo a pintar todos los barrios de la ciudad, cosa que nadie había hecho desde la época de [el compositor de boleros mexicano] Agustín Lara. Los coros de ese disco eran todos de músicos argentinos, y lo que gustó también fue el acento argentino… Cuando llegó a las bateas fue un impacto muy grande, porque nadie hacía rock 8 roll en español en ese entonces…
La repercusión de aquellas canciones, en especial la versión de “Zapatos de gamuza azul”, el clásico de Carl Perkins, y la furiosa “Sábado a la noche”, lo pusieron en el centro de la incipiente escena rockera del posfranquismo. Con Jesús Castro, el ex representante de Camilo Sesto, como manager, Moris llegó, una tarde de domingo, al popular programa Aplauso. En YouTube se puede ver la performance de Moris en TVE, tan impactante e inolvidable como la camisa amarilla que llevaba.
Pero acaso el legado más importante de la prolongada experiencia española de Moris tenga nombre y apellido: Joaquín Sabina. Dice Moris: “Hacia 1980, Joaquín era un cantautor de guitarra que cantaba baladas, pero todavía no había encontrado su estilo, Gracias a lo que yo hice, y él lo ha reconocido públicamente, se dio cuenta de que se podía hablar de Madrid sin ser hortera, que en la jerga de allá significa ser grasa. O sea, se podía hablar de Madrid con calidad”, dice Moris.
“Hay mucha polución en la plaza de Colón, crisis del petróleo, amenaza nuclear, los derechos, los izquierdos no se pueden reventar y en el medio de este lío hay que ir a trabajar…” cantaba Moris en “Rock de Europa”. “Era una rima excesivamente ripiosa, y algunos críticos de la época me lo decían. Pero era a propósito, canciones como «Princesa» y «La balada de Madrid» se hicieron muy populares. La gente venía a los shows y en los camarines me preguntaba: «Oye, ¿de dónde sacas tú esas letras, tio?». La verdad es que también tuve suerte. Porque nadie hacía canciones sobre Madrid. Nadie.”
¿Construiste algún tipo de vínculo con Sabina?
Cuando vivía en Madrid, hemos tomado algún café, nos hemos visto, hemos conversado… El tocaba donde yo ensayaba, y un día le faltaba un equipo. Yo le presté el mío y ahí charlamos un poco. En ese momento, él todavía no había grabado nada. Pero él ha dicho varias veces que, a partir de Fiebre de vivir, se dio cuenta de que era posible hacer una obra literaria como cantautor, pero ya no de guitarrita, sino con una banda de rock atrás.
Es sábado 17 de septiembre de 2011, y Moris y Antonio Birabent muestran por primera vez en Buenos Aires los temas de Familia canción. La emoción del público ante la aparición de padre e hijo alcanza para compensar la mitad de sala que quedó vacía. Las nuevas canciones ganan en intensidad y en épica, pero el momento cumbre es cuando Moris se queda solo. Entonces, se transforma en un crooner para cantar “Pato trabaja en una carnicería”, y alcanza el clímax cuando, a lo Elvis (ia lo Moris!), mueve la pelvis. Suena “Sábado a la noche” y es como si no le hubiera pasado el tiempo al héroe del rock argentino. Tampoco a Pipo Lernoud, que despega de la butaca con un salto para aplaudir a su amigo. Me acuerdo, entonces, de lo que me contaba Moris en el bar: “Hay un asunto de memoria física; cuando subis al escenario, por más que hayan pasado muchos años y no tengas el mismo impulso juvenil, hay un recuerdo, y con ese recuerdo vas y golpeás… Es como un viejo jugador de billar: cuando lo ponés frente al paño, el tipo recuerda todo”.
Antonio también repasa una parte del repertorio que ha construido en sus trece discos como solista, pero uno de los momentos clave de la velada es cuando Moris anuncia que va a cantar “Mi querido amigo Pipo”. Y aclara: “Todos piensan que se la dediqué a Pipo Lernoud, que está acá en la sala. Pero, en verdad, la hice para un amigo de mi barrio de la infancia, que también se llamaba Pipo”. Cuando termina el show, el propio Lernoud (coautor de “Ayer nomás” y amigo desde hace más de cuatro décadas) se muestra sorprendido, aunque confiesa: “Creo que alguna vez lo supe, pero hice todo lo posible por negarlo”.
Es lunes, de mañana, y Antonio, su padre y yo nos juntamos a tomar un café en un bar frente a la plaza Armenia. “Si vo no me hubiera dedicado a la música, hubiéramos tenido mucho menos de qué hablar y creo que hubiéramos estado mucho más alejados como padre e hijo”, suelta Antonio. Y los recuerdos nos llevan al departamento donde se instalaron los Birabent cuando volvieron de España. En la calle Pagano, a la vuelta del Automóvil Club Argentino, en el barrio de la Recoleta.
Un poco antes de que se terminen los 80, es una noche de invierno y, bien entrada la madrugada, papá Moris y un Antonio adolescente están encerrados en un cuarto chiquito. La acústica es buena, hay una ventana que da al jardín, una hornalla de la cocina mantiene el calor del hogar y a lo lejos se oye el tictac de un reloj. Es una noche como tantas otras noches que pasaron y pasarían juntos en el período formativo de Antonio como guitarrista y compositor.
“La música ha sido un vínculo poderosísimo para nosotros. Hace poco encontré uno de los casetes que grabamos en aquel cuartito y me sorprendi de la paciencia que me tenía mi padre: a mi me costaba afinar, no le encontraba el tono, le pifiaba… Mientras mamá y mi hermano José dormían, nosotros grabábamos. Moris tenía un tecladito y programaba un ritmo, y yo tocaba la guitarra. La grabación, a casete, era una excusa para estar juntos. Por eso, de alguna manera, Familia canción es como un estadio final de la cantidad de veces que hemos tocado la guitarra juntos.”
Además de la pasión por la música, padre e hijo comparten una fascinación por Buenos Aires. En el caso de Moris, su vínculo con la ciudad (y el conurbano) es sagrado e indisoluble. Antonio, que se crio en Madrid, construyó su propia Buenos Aires, primero, con los recuerdos de la temprana infancia: “En ese momento, ya sentía una melancolía por Buenos Aires. Era extraño, porque tenía 8 años y mi vieja recuerda que yo decía: «¿Cómo va a ser feliz la gente en Madrid si las plazas son secas». Yo recordaba como una cosa tropical de Buenos Aires, más verde, una situación más selvática de la ciudad, y después me fui armando un inconsciente colectivo, con algunos discos que traía papá cuando venía acá de visita: Clics modernos (de Charly García) y La dicha en movimiento (de Los Twist) los escuché hasta el hartazgo”.
Pero cuando los Birabent se radicaron de nuevo en Buenos Aires, en 1987, Antonio reconstruvó su vínculo con la ciudad. Al poco tiempo, empezó a escribir unas aguafuertes porteñas para El Cronista Comercial. Así conoció a Roberto Goyeneche cuando cantaba en el Café Homero y también a personajes anónimos de la ciudad: un pescador en la costanera, un florista que era faquir, y así. “Presumía de ser un Arlt en miniatura sin saber la real dimensión de Arlt, y sabía muy poco de Buenos Aires. Sin embargo, me animaba a hablar con mucha autoridad. Yo tendría 18 años, v esa audacia me hizo ir entrando en el tema de la ciudad, que, mirado a la distancia, es un tema fundamental en nuestras composiciones. Buenos Aires se impone porque nacimos acá, es un monstruo y, como todo monstruo, es encantador… Digo, es tan grande que podés pensar en José C. Paz y la esquina de Corrientes y Montevideo, cosa que no pasa en muchas otras ciudades del mundo.”
Padre e hijo sienten una especial atracción por los suburbios. Moris, en sus tiempos como vendedor de productos químicos, compuso “Muchacho del taller vla oficina” en la ruta 8 de José León Suárez. Eso fue lo que le explicó a Litto Nebbia cuando la cantó en la audición de Melopea el domingo 29 de abril de 1973, con el pequeño Antonio haciendo percusión en el estudio de radio (la entrevista está incluida, a modo de bonus track, en el disco Cintas secretas, de 2005). Casi cuatro décadas después, Moris todavía sostiene que el hombre del suburbio es un poco el espejo del centro. Y explica: “El suburbio es un espejo del centro, pero el centro no es un espejo del suburbio. El suburbio representa el centro pero de una forma más salvaje”. Y Antonio coincide: “Es un espejo atrasado también, de José León Suárez a José C. Paz a Florencio Varela se construye una visión un poco anacrónica, sentimental, de la ciudad. Si bien siempre fuimos muv céntricos, de Palermo a San Telmo, siempre hemos sido curiosos del Gran Buenos Aires. Papá en una época se tomaba colectivos para ir a Quilmes, por ejemplo. Y yo, cuando puedo, salgo a caminar por Munro, o voy para Adrogué. Siempre siento que en ese Buenos Aires está el espíritu de la ciudad de hace veinticinco años. Como que el centro va más rápido y el suburbio más lento. La cartelería de esos lugares, por ejemplo, es de otra época, atrasa, y eso me parece romántico y encantador”.
Esas crónicas urbanas, que son buena parte del leitmotto (y del irresistible encanto) de Familia canción, son también una de las claves para entender la vigencia de la poética de Moris. El hombre que hace cuatro décadas grabó Treinta mínutos de vida ahora, al borde de cumplir 70 años, entrega un álbum con nuevos clásicos. “Aquel disco trajo mucho trabajo, se hizo muy conocido y se sigue vendiendo. Que un pibe de 20 años se compre un disco mío no tiene mucha lógica, lo lógico es que se compre un disco de Arcade Fire. Pero en ese disco hay cosas que están un poco fuera de tiempo. El año pasado, por ejemplo, hice bastantes shows en el interior. Y la verdad es que sigo cantando «Pato trabaja en una carnicería» y «El 0so» en cualquier formato. Llevo cuatro músicos y me dedico a cantar. Me resulta más cómodo. Si no tengo más convocatoria es porque nunca he sido un fanático de la profesión”, dice. “Creo que ésa es la mejor explicación… De todos modos, me siento bastante conforme con todo lo que pude hacer.”