Excepto para sus fans, Walter Giardino ha ocupado, dentro de la escena local, papeles incómodos y hasta poco gratos; desde el del metalero exitoso que debía dar explicaciones a cada paso, hasta el del guitarrista extravagante que servía como blanco de bromas varias. Dejando de lado presentaciones poco felices en vivo, y algún vestuario barroco, Giardino logró con su grupo Rata Blanca más logros que fracasos; aunque la sensación generalizada haya sido la contraria. Con esa historia terminada, Temple aparece como uno de los pasos más firmes del músico en mucho tiempo. Su manera de tocar la guitarra no ha cambiado, pero sus interpretaciones suenan más frescas, distendidas, seguras, y parece haber entendido que ya no le hace falta tocar solos interminables para demostrar su completo dominio del diapasón.
Varios elementos ayudan a que el resultado final sea bueno: una banda que no deja huecos -con el cantante Norberto Spataro y Martín Carrizo en la batería (ex A.N.I.M.A.L.) a la cabeza-; canciones directas, sin arreglos rebuscados, y letras con mayor énfasis en la realidad que en la mística. “Corte porteño”, el tema que abre el disco, es el mejor ejemplo: se trata de una composición típica de Giardino, pero aparece allí una lucidez extra que logra que los acordes de su instrumento se sucedan con una naturalidad asombrosa. En medio de la canción aparece un fragmento del tango “Canaro en París”… como si hubiera sido compuesto especialmente para ese solo.
Walter Giardino dejó descansar su pasión por Deep Purple para descubrir un costado de hard rock tradicional y directo: “Sobre la raya” o “Héroe de la eternidad” tienen mayores raíces en el estilo americano que el europeo. Las dos baladas del álbum -“El club de las almas perdidas” y “Azul y negro”- aparecen como los puntos más flojos del álbum y frenan el entusiasmo. Sin embargo, Temple no es más que la mejor transición que pudo haber hecho Giardino para iniciar otra etapa en su los Pixies o a los Sonic Youth.