En su show del San Martín, Moris demostró por qué es un ícono insoslayable del rock argentino. Por Pablo Schanton, para Clarín.
Guau se oyó apenas arrancó El Oso. En los bises, el dueño del ladrido sale despedido de su asiento por el resorte de la emoción. La penumbra deja ver a un señor de pelo largo, canoso y recogido en una colita. En toda la sala A/B del San Martín, se corea el «laralá» que sigue a la liberación del animal y se baila respetuosamente sentado. Raro: la canción más famosa de Moris, juglar urbano e irónico sobre las veleidades del hippismo (en sus letras, siempre que aparece la palabra hippie le sigue burgués), remite a una fábula estilo María Elena Walsh con moraleja contracultural. Igual promesa de fuga que La Balsa: bohemia e «imaginación al poder».
«Hay tantas generaciones esta noche», suspira el cantautor. En su show gratuito del viernes, Moris convocó en realidad a una mayoría de «más de treinta» a hacer, sin querer, un balance generacional con canciones legendarias que ya hablaban precozmente de «días de oro». Rockeros de una generación que creyó en aquellos manifiestos fundacionales ahora tienen a un niño al lado preguntándose el por qué de una lágrima. Entre el Moris modelo 69 de Ayer nomás(«en el colegio me enseñaron/ este país es grande y tiene libertad») y el de ahora que canta «Yo soy de Argentina, la patria divina» arrancando aplausos, pasó de todo, patriotismo post-cacerolazos incluidos. Cuando toca un rock »n» roll homenajeando al «rock nacional» (nombra juntos a Spinetta, Charly, Soda y los Redondos), destapa su insistencia en ver al rock nacional como una gran familia sin conflictos a la vista, un baluarte cultural de exportación que nos sirve para sentirnos juntos tanto como el fútbol. El show fue, a su modo, un acto patrio donde uno de los más lúcidos ex hippies argentinos dirigía palmas y recordaba productivas épocas de fábricas (Muchacho del taller y la oficina) y peores exilios.
Moris ralentó y arregló correctamente sus canciones históricas para destacarse como un rocker de alta elegancia (look ska en blanco y negro), un cantante ahora más cerca de sus cavernosos graves que de los falsetes, y un artesano de aguafuertes urbanas detallista hasta el zoom (esos «desteñidos carteles de una elección»). Unico. Por el escenario pasaron sus viejos amigos Litto Nebbia (sí, al final, tarareó cerrando los ojos) y un díscolo Pajarito Zaguri, además de su hijo Antonio y Leo García. Moris es esencial. Encarna el ADN del rock argentino: desde sus sueños a sus cadencias. Rock sepiado por el tango, un idealismo enfrentado con la realidad. La nostalgia por una libertad que nos prometió la historia de un oso y que, por lo visto, tarda.