Días atrás se presentaron Doris y Los Álamos sobre el escenario de Niceto y dejaron casi tres horas de música en el aire.
Quién no escuchó nunca a Doris no sabe cómo es la psicodelia argentina actual. Estos músicos podrían dar miedo. Y, a la vez, risa. Antes de empezar ya están parodiando el uniforme rockero: salen de camarines con pelucas rulientas, vinchas, musculosas estiradas, una remera de JAF, calzas y pantalones de cuero. Se arengan frente al público al grito de «vamo´ a tocar ahora ehh», la guitarrista se queja porque no le anda «el coso éste» (señalando un pedal) y un músico le da un beso en la boca al baterista. Desconciertan. No tienen roles definidos, alternan sus instrumentos constantemente: el cantante (Nacho Rodríguez) toca tanto el bajo como la guitarra y hasta la batería, el baterista (Julián Zamtlejfer) canta y toca guitarra en dos temas, la guitarrista (Lisa Casullo) lleva la voz líder en tres o cuatro momentos, el bajo no tendrá un dueño por más de cuatro temas consecutivos (pero lo toca más seguido Larva). Incluso hay un integrante, Marcelo Blanco, que es directamente un multiinstrumentista: a lo largo del show toca tamborcito, pandereta, sampler, teclado, trompeta y hasta una manguera para soplar a través de ella. Todos cantan, y lo hacen realmente bien.
Arrancaron su show con una melodía asfixiante («Nadar») pero cambiando la letra original donde dice «no hay canales donde nadar» por el más coyuntural «no hay lugares donde tocar». Minutos más tarde interpretan un pasaje psicodélico que abre su último placa («Achacanda», 06) cuyo clímax explota mientras repiten «este es mi camino». En la siguiente ¿canción? («Mario Mactas») muestran talento para articular coros, pero cuando terminan «Los Peces» haciendo rarísimas improvisaciones con la voz dejan en claro que se toman a la música como un juego. De ahí, sin problemas, pasan a una bossa en la que la guitarrista Liza pide palmas; y a eso le adosan una enfermiza canción en portugués.
Su recital no tiene calificación posible. El mundo de Doris está ocupado por sensaciones inefables que van de la inmersión en un estado de contemplación a la sugestión del éxtasis. Al reproducir el caos creativo de la naturaleza despiertan curiosidad y hasta asombro, pero sus melodías tragicómicas no son aptas para oyentes prejuiciosos. De hecho, si no se aceptan las desorbitadas reglas de su juego puede parecer que su magia se pasa de rosca. Es que estos geniales enfermos tocan como si nunca en sus vida hubieran escuchado música. Y da la sensación de que no tienen techo porque ellos mismos se encargaron de sacarle los clavos.
En cambio el recital de Los Álamos se sostiene sobre otra clase de elementos. Parecería que buscan recrear ambientaciones desérticas a través de estéticas que van del spaghetti western al country folk. Pero lo que termina definiendo el concepto de este sexteto armado por dos ex Billordo es su capacidad para entrar en estado de ebullición musical. Lo que mejor hacen es camuflar la apariencia de sus composiciones: empiezan con algo de groove y cierta placidez y luego suelen evolucionar hacia una cabalgata sónica. En esos espacios la armónica de Jonah (el integrante yanki que también toca mandolina) demuestra que al tipo le corre sangre sureña por las venas. Y el grupo irradia electrizantes ráfagas sonoras que hacen recordar al frenesí desatado por los Crazy Horse de Neil Young.
La comunicación con el público se limita un poco porque las letras son en inglés y los músicos casi no hablan entre tema y tema. Pero como tocan para una audiencia formada por extranjeros y personas que en su mayoría conocen el idioma, no es una barrera infranqueable. Además, ¿qué importa el idioma cuando lo que hacen funciona bien? La gente se queda con la boca abierta cuando ven al extasiado cantante Peter revoleando su guitarra acústica o cuando se revuelca mientras choca su cuerpo con el del armoniquista norteamericano. En esta presentación, donde repasaron material perteneciente a su disco debut («No se menciona…», 04) y al flamante EP de covers («Emboscada», 06), canciones como «La casa de las dagas» o «Cola de cascabel» fueron las que levantaron más polvo.
En una noche en la que los artistas deslumbraron, lo ridículo ocurrió abajo del escenario. En el intervalo entre las presentaciones una norteamericana escandalizada exigió hablar con el dueño del local y lo amenazó con «iamar a la policía» si no hacía apagar los cigarrillos al público. La prohibición de fumar en un café o un teatro es irrecusable, pero ¿en una disco de más de cien metros cuadrados como Niceto? Pareció una actitud abusadora: si a una persona le molesta el humo durante un recital no puede hacer apagar todos los cigarrillos y menos intimidar con el llamado a la autoridad. Es como si a un espectador le molestaran las personas caprichosas y prepotentes: tampoco tendría derecho a hacerla retirar de la sala.