El grupo de grunge dio su primer show con Jeff Gutt en Buenos Aires. Los pros y las contras de ocupar los zapatos de Scott Weiland.
Hay que dejarlo en claro desde el principio: esta es la gira más difícil para Stone Temple Pilots. Incluso más que la de “No. 4” (1999), durante la que Weiland fue preso por tenencia de heroína. Hoy, después del despido del vocalista y su posterior muerte (así como la incorporación de Chester Bennington y su suicidio), STP se enfrenta al mayor desafío: demostrar que vale la pena conservar el nombre de una leyenda.
Ya dieron el enorme primer paso con su segundo disco homónimo (2018), que le devolvió las esperanzas a los más escépticos y borró algunos prejuicios. Pero como reza el dicho rioplatense, en la cancha se ven los tantos. Por eso, este concierto es una prueba de fuego.
A diferencia de Alice in Chains, que volvió a la carga con un cantante totalmente distinto a Layne Staley, Gutt es un calco de Weiland en muchos aspectos. Sus movimientos son casi idénticos, es físicamente parecido y todavía no le pone una impronta propia a las canciones. Esto puede ser excelente o terrible, según a quién se le pregunte. Pero al fin y al cabo es lo que querían Dean y Robert DeLeo y Eric Kretz al elegirlo, luego de analizar a 15.000 postulantes y no quedarse contentos con ninguno.
Desde que el show arranca (con “Wicked Garden”), los hermanos demuestran que son los verdaderos dueños del circo. Por poco, Dean casi tira todos los micrófonos mientras se mueve por el escenario, pero se da por aludido y vuelve a su lugar antes de que los cables terminen de enredarse en los pies y los soportes. Robert realiza sus movimientos espasmódicos mientras el bajo suena filoso como un hacha, y Eric sorprende con el sutil uso del doble pedal (que no aparece en estudio, pero en vivo es una de sus armas más efectivas) y varios fills. Gracias a esto, temas como “Crackerman” suenan frescos luego de casi treinta años.
Durante “Silvergun Superman” llega el primer desperfecto. La guitarra se corta de golpe y algunos culpan “al espíritu de Weiland”, pero Dean le dice al baterista: “Señor Kretz, ¡es momento del solo!”. Acertadamente, Gutt va al frente y sigue la estrofa con ayuda del público. Además de su performance vocal, el vocalista ya se gana otro punto con ese gesto. “No es el primer amplificador que explotamos”, bromea Robert. Una vez que todo se acomoda, los cuatro se miran entre sí y retoman la canción.
El inconveniente reaparece durante “Big Bang Baby”, y cuando se vuelven a poner en marcha, Robert le pone mala cara a Eric, creyendo que el baterista se había confundido de estrofa. Para nada. Esa canción sí sufre un abuso de fills por parte de Kretz: al sobredecorarla, una línea de batería tan reconocible pierde su encanto.
Al nuevo vocalista le gritan “¡Dale, Weiland 2!” antes de canciones como “Creep”, y es recién en los estrenos (“Meadow” y “Roll Me Under”) en donde se suelta, baja del escenario con gritos salvajes y busca ser más que un revival de Scott. Por eso, hubiera sido una buena idea incluir más temas del disco que STP grabó con él.
“Es mi primera vez en la Argentina, así que espero que me ayuden”, dice Gutt antes de una versión de “Plush” a solas con Dean DeLeo, a la que se les suman los demás. Las canciones restantes (“Interstate Love Song”, “Trippin’ On a Hole in a Paper Heart”, “Dead and Bloated” -acertadamente sin el megáfono- y “Sex Type Thing”) son las más festejadas, y en la última el teatro parece venirse abajo. Tanto, que los agentes de seguridad miran preocupados.
Cuando el telón se cierra y mientras suena una versión orquestada de “Atlanta” en los parlantes, vuelve a hacerse obvio que Weiland es irremplazable. Pero si sus compañeros le dan a Gutt el lugar para que despliegue su enorme potencial en los próximos discos, entonces habrá valido la pena mantener el nombre. Por el momento, esta prueba de fuego queda más que aprobada. Ahora depende de ellos.
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Fotos: Víctor Guagnini