Ariel Minimal formó un grupo de apoyo para la grabación de su primer placa como solista. Se trata de un disco contundente y exquisito que sabe a clásico de culto.
La decimotercera placa grabada por Ariel Minimal lo muestra maduro y solemne en la composición e interpretación de las obras. Se trata de un disco grabado durante el verano pasado, hecho casi de apuro, ya que el baterista de Pez no había podido ingresar al estudio por una mononucleosis. Minimal aprovechó la oportunidad y las horas de grabación para concretar su primer (y tal vez único) trabajo solista.
El ex Cadillac es el encargado de la voz, guitarras y batería. El bajo, excepto en un tema, se lo cuelga Fósforo, integrante de Pez. En los créditos también aparecen Mariano Esain y Flopa, compañeros de trío de Minimal. Para justificar el título del disco Ariel recurre a catorce invitados entre los que se destaca Litto Nebbia en «Todo el tiempo que se va», composición hecha a medida del «inventor del rock nacional». El rescate de la figura de Nebbia se basa en el ejemplo de independencia y creatividad que encarna. Otra presencia destacada es la del periodista Fabián Casas en la autoría de la letra de «Ryan», un genial reflejo de las tensas relaciones que afloran en los nidos familiares.
Media hora le alcanza a Minimal para darse el gusto de plasmar diez canciones con un acabado delicado. Las melodías demuestran parte de la esencia de un músico que hizo de los cambios un concepto constante. Tal vez «Melodías de una canción crepuscular», cargada de influencias brit-pop, sea la canción más radiable que ofrece el disco. La inclusión de «Hombre de mala sangre», de David Lebón y «Amada Amante» de Roberto Carlos (también versionada recientemente por Leticia Brédice), manifiesta un homenaje sin sarcasmo. La única ironía se deja ver en la «Canción para el día que se muera Elton John» («Ya partió en su piano maricón/ a un lugar donde no existe el dolor»). El disco incluye «Siesta», una canción previamente grabada por Pez, en una versión muy parecida a la original. El cierre llega con la fotografía de la cotidianeidad barrial que se plasma en la austera «Buscando aquel martillo de Thor», con letra también firmada por Casas.
El rastreo de la armonía a partir de melodías sinfónicas es la marca registrada de un disco que parece más de un proyecto de amigos que un trabajo solista. Después de todo, un hombre solo lo único que puede hacer es autoretratarse para la tapa, parir canciones y abrir un próspero interrogante en la escena local.