La Renga en la cima de su potencial: River lleno, pirotecnia, imágenes explícitas y heavy metal.
«Vamo’ chabón!», le gritó al cielo y a las pocas estrellas que ardían uno de los mismos de siempre: «Hoy River es la casa de La Renga», dijo, se arrodilló, besó un rosario negro que le colgaba del cuello y guardó las lágrimas para el recuerdo. Hay un solo lugar para tocar. Por lo menos para La Renga y Los Piojos (¿y Bersuit?), es así. Y, aunque lo nieguen hasta el enojo y busquen llenar otros espacios y estadios, los que pueden pelear por la corona que el Indio Solari enterró bajo el pasto del Vespucio Liberti, tarde o temprano, lo intentan. Por eso (y para eso) La Renga trabajó durante los últimos cinco meses. Su segundo recital en River no era fácil. Querían un estándar internacional con precios de entrada argentinos. Tres horas de show con puesta audiovisual de alta producción: cada tema con su video, 35 clips para 35 canciones. Cinco camiones de equipos y un staff de más de 50 personas. Todo un despliegue.
Por eso, cuando se apagaron las luces y La Renga salió con su show pirotécnico para prender fuego a sus adeptos, todo fue demasiado parecido a la combinación de cagazo-adrenalina-vértigo que transmitían aquellas bombas pequeñitas de Patricio Rey. Detonadas…
Una pantalla circular detrás de la banda escupía imágenes que terminaron de editarse ese mismo día, a las nueve de la mañana. Y otras dos a los costados reproducían el vivo, custodiadas por dos cabrotauros demoníacos a escala gigante. «A tu lado», la patada rockera inicial, elevó una araña de luces que reposaba en el escenario: una terraza al frente para que Chizzo dejara sus punteos incendiarios, plataformas para que el Tete corriera ida y vuelta, y un poso en el medio para que el Tanque se encargara de apretar el botón rojo con las baquetas en sus manos. El look-anti-look militante de Chizzo (Nápoli), Tete y Tanque (Iglesias) era como estar mirando una versión re-loaded de Rambo, Rambito y Rambón.
Entre el público, lo mismo de siempre: bengalas, tres tiros y hasta malabares casuales de fuego entre el público. ¿El ritual más grande del mundo?. «¿Están sedientos de rock?», pregunto Chizzo. Pasó Detonador de sueños, completo: «Al que he sangrado», «Las cosas que hace»… y subió Raúl «Locura» Dilello (el primer guitarrista de La Renga) para tocar clásicos «Embrollos, fatos y paquetes» y «Lo frágil de la locura». Dos temas, un descanso. Así todo el recital. Y no era por la edad. La Renga tuvo que suspender la prueba de sonido del día anterior por el mal tiempo y recién checkearon ese mismo mediodía. Para «El final es en donde partí» llegó Alejandro Sokol y devolvió con su voz (y su baile de robot descompuesto) el «favor» que Chizzo le hizo con su viola a Las Pelotas (en los shows de Obras el año pasado). «Estalla» (uno de sus altos temas, con una intro de infinitos encendedores) hizo volar, literalmente, el escenario; «Hiela sangre» (el mejor tema y el mejor video) repetía en las pantallas imágenes de las últimas masacres policiales; y los dibujos de Ricardo Carpani en el tema «Miralos» reafirmo el desencanto político y el style piquetero que carga La Renga.
Tan piquetero, que los más cebados armaron una antorcha de dos metros (de palos y trapos) y la incrustaron tipo barricada vandálica en una ventana (de la gerencia del estadio) que da al campo. Resultado: Varios empleados de seguridad prendidos fuego. Y no metafóricamente.
El resto fue mansedumbre. «Son una masa», saludó Tete. Y Chizzo vaticinó: «Vayan tranquilos, nos vemos pronto».
Así, con su sonido más heavy, una producción propia y ambiciosa, con máxima convocatoria (unos miles más que Los Piojos, se encargaron de decir), la banda dejó la mejor imagen de sí mismos cerca del límite de sus posibilidades. Sin dudas este será uno de los mejores recitales del 2004. Porque Mataderos volvió a ganar en River, de visitante y por goleada.