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170.000 bravos muchachitos con el Indio en Gualeguaychú

  • Yamila Cazabet
  • 13 abril, 2014

El Hipódromo de la ciudad entrerriana recibió al carnaval ricotero, en el show más multitudinario de Solari. Frío, barro y polémica por los impuestos quedaron en un segundo plano cuando empezó a sonar «Nike es la cultura».

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Procesión infinita

Mañana fresca la del sábado en Liniers. Una mano de la Avenida Rivadavia está casi desierta. En frente, la fila de colectivos ocupa la cuadra siguiente a la acordada previamente con la empresa. De a poco van llegando los grupitos con sus conservadoras cargadas de fernet y espíritu ricotero. Casi una decena de bondis esperan estacionados en fila india para ser cargados y arrancar con la procesión que terminará en un interminable pogo, muchas horas más tarde.

Los shows del Indio se conocen popularmente como la misa ricotera. Pero quizás el término más acertado sea el de procesión. Cientos, miles, cientos de miles de fieles arrancan sus peregrinaciones desde muy lejos y muchas horas antes. Arriba del bondi, un pibe se pasea con una remera que dice el nombre de su ídolo con las letras D I O de Indio y la S de Solari en dorado. Es su dios pagano y sus fieles usan sus canciones como oraciones que cantan al cielo y llevan como ofrenda sus propios cuerpos copando cualquier lugar en el que él esté, para transformar esa ciudad en mítica y sagrada.

Llenan miles de micros, desde todos los lugares del país. Para los que arrancan desde Buenos Aires, esta vez el viaje es un poco más corto que el del año pasado. Son poco más de 200 km, que en cualquier día normal no sobrepasa las tres horas. A medida que cada bondi se va llenando, arranca su recorrido.

Una vez terminado el conteo de pasajeros, los coordinadores del viaje entregan las pulseras identificatorias de la empresa, a la vez que anuncian que no se puede fumar dentro del colectivo y que aquellos que lo necesiten sólo podrán hacerlo en la cabina del chofer. Pese a la prohibición, algún que otro faso pasará de mano en mano, de asiento en asiento, en pequeñas ronditas que se van formando a lo largo del bondi.

Antes de subir a la autopista, los temas del Indio empiezan a sonar. Todos siguen con sus charlas. Especulan cuál será la lista de temas y la cantidad de canciones que van a interpretar Los Fundamentalistas, si sería o no el mejor show del Indio como solista. «Leí que el tecladista dijo que la lista de este recital es la que más le gustó», dice uno, expectante. Hablan sobre las entradas vendidas, sacan cuentas de cuál será la recaudación total y estiman cuáles pueden ser realmente los gastos del show.

«Poné ‘Gualicho'», suena desde el fondo, mientras algunos tararean tímidamente los temas que van sonando. «Acá está el fernet», dice uno. Algunos minutos después arranca la mezcla con la Coca. Cada grupito lleva sus propias bebidas. Botellas, jarros y vasos de plásticos son los recipientes que pasan de boca en boca, sin mezclarse mucho entre los grupos.

Cuando parece que el clima se cae, un grito desde el fondo aviva la energía. La música vuelve a sonar al palo y aparecen los cantitos de cancha alentando a la banda ricotera. «Poné ‘Gualicho’, que te lo estoy pidiendo desde Tecnópolis», vuelve a llegar desde el fondo. Todos se ríen y siguen cantando las canciones sin importar cuál fuera. Más allá de los gustos, todas se han transformado en sus himnos, que cantan con fervor y orgullo.

Entrando a Gualeguaychú, algunos se animan a hacer palmas, alzar sus brazos y cantar. Están bastante tranquilos pero expectantes, guardando las energías para lo que sería una noche poguera. Por la ventanilla se ven los autos con banderas flameando. Las combis con los vidrios sucios llevan escritas frases de las canciones de los Redondos. Al costado de los colectivos, que entran lentamente, los fieles caminan con sus insignias. Algunos llevan la cara de su ídolo en remeras o banderas, otros lo hacen su piel.

Sobre las veredas, arrancan a cocinarse los choris y el asadito. Una casa aún no terminada sirve como refugio para comer. Todo se vuelve lento. Solo un par de cuadras lleva casi una hora. Colectivos que van y que vienen, personas pasando entre ellos. Todos buscando llegar.

La rotonda de la terminal perdió su verde natural. Solo se ven personas, sentadas una al lado de la otra, con las remeras negras o rojas de Los Redondos y las botellas cortadas que pasan de mano en mano. Más adelante, una parrillita pone la música al palo y es la que más adeptos gana. Cantan, saltan y gritan frente a la entrada. Es el lugar más concurrido, la verdadera previa del show.

La ciudad, acostumbrada a la llegada de turistas, ha cambiado por completo su fisonomía. Nunca ha recibido, en un solo día, esa cantidad de gente. Aprovechan la llegada de cientos de miles de personas y usan sus casas para vender comida y bebidas. Los comerciantes cambian de rubro y disfrazan sus locales estratégicamente ubicados en las calles por las que todos pasan.

La Avenida del Parque deja de tener un bulevar en el medio para convertirse en un camping, lleno de carpas y autos, pegados uno al lado del otro. Entre los habitantes se cuentan leyendas urbanas acerca del comportamiento de los ricoteros. Que si se comieron a los patos o no, que si van a destrozar todo.Otros, disfrutan de un espectáculo único, que no es el show en sí, sino toda esa previa eterna que para muchos comenzó durante la semana: gente haciendo dedo por la ruta desde hacía varios días, algunos que llevaban casi 30 horas caminando para estar en la misa. Para algunos, el peregrinaje ha sido eterno y extenuante, pero están ahí, «haciendo el aguante como siempre».

El camino hacia el hipódromo es largo. Los improvisados puestos de comida ponen los clásicos de Los Redondos. Los peregrinos ricoteros van cantando las canciones a medida que van pasando. Un nene, de no más de tres años, agita sus brazos al cielo al ritmo de las canciones. Una chica muy joven, que lo lleva en sus hombros, grita orgullosa: «ricotero como la madre».

La caminata por la calle Del Valle se hace eterna. Es una peregrinación infinita. Los habitantes de la ciudad se paran en los bordes de las veredas y filman. Sacan fotos a esa caravana que empezó muy temprano y que aún a pocos minutos de comenzar el show, aún continúa.

El paso por una comisaría es acompañado por insultos a los ratis, queriendo vengar la muerte de Wálter. No en un enfrentamiento actual, viene de otras décadas en el que los ricoteros eran estigmatizados y, en algunas ocasiones, reprimidos. Son heridas que quedan para siempre escritas en la biblia ricotera.

Dentro del hipódromo, los fieles esperan la salida del Indio al altar, disfrazado de escenario. Poco después de las diez, las luces se apagan y los primeros acordes empiezan a sonar. Luego de todo el peregrinaje para llegar hasta la ciudad entrerriana, la misa final comienza a tiempo. Pasan los temas, y algunos rezagados siguen entrando a las corridas, tropezando producto del barro que inunda el predio y que parece arena movediza.

La puesta en escena es ambiciosa y colorida, pero no alcanza para los 600 metros que tiene el predio. Lo mismo pasa con el sonido, desgastado aún más por el fuerte viento. Los que logran pasar los grandes charcos de barro y estar más adelante, pueden ver y escuchar la misa. Los de más atrás, casi ni pueden ver las pantallas y los primeros temas los escuchan con algunas dificultades. Aún así, alientan. No paran de alentar y de agradecerle al Indio por estar ahí.

Cuando faltan varios temas para terminar, algunos empiezan a salir. Salen con el barro hasta las rodillas. Un pibe, todo sucio y sin remera, sale con una sola zapatilla y en la mano. Atrás de él, otro tiene la cara llena de barro, por alguna caída en algún pogo. Algunas familias salen con sus carritos de bebés. La infinita mayoría espera el climax de todo este peregrinaje: «Ji Ji Ji». Y llega el pogo más grande del mundo, cada vez más gigante, con una convocatoria cada vez mayor.

La vuelta es más tranquila. Las calles que antes estaban cortadas, ahora están abiertas y hacen que los caminantes se disipen. Los pocos policías identificados como tales no paran de responder preguntas y de guiar a cada uno al lugar desde donde regresarán. De a poco, cada uno va encontrando su auto, su colectivo o la combi que los trajo. Otros tendrán que esperar en la terminal hasta la tarde del domingo para que su pasaje los lleve de vuelta a casa.

De a poco el colectivo se va llenando. Algunos llegan decepcionados, por el barro, por el sonido, por la lista de temas o por lo que fuere. Otros caen excitados y emocionados por lo que acaban de vivir. Un par de horas de después, llegan los últimos y comienza el regreso a casa. Ya no suena la música como en el viaje de ida. Todos duermen, tapados con camperas. El ritmo es lento, muchos regresan en el mismo momento. Ocho horas después de terminado el recital, el colectivo recién logra estacionar en Rivadavia otra vez.

Fotos: Catriel Remedi

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