Los hermanos Kramer cuentan el regreso de Jaime Sin Tierra, los músicos de la generación atormentada. La nota de Nicolás Artusi, para el Sí de Clarín.
Se desgarban con una guitarrita, la remera siempre raída, agitados por el trajín que separa la Alianza Francesa de La Cigale, ligeramente francófilos: son los «indies» que, como los niños índigo, sufren dosis parejas de genialidad e incomprensión. Si uno de los motores que pone en marcha la maquinaria del rock es el mito del eterno retorno, los músicos de Jaime sin Tierra (estrellas lo-fi, estetas de la melancolía) le quitan dramatismo a su regreso: «Eh… fue todo improvisado: tiene que ver con cuatro personas que aún coinciden humana, geográfica y musicalmente». Esos fabulosos cuatro son Juan Stewart, Javier Diz y los hermanos Sebastián y Nicolás Kramer que, estos dos sentados ahora acá, anuncian el regreso por una noche de la banda que se formó hace 10 años, se separó hace 2 y en el medio trazó la cartografía de una generación modelo lluvioso: inquietudes abúlicas y adolescencia «sensible» (si «sensible» significa escribir poemitas o indigestarse con «Nuevo Cine Argentino»). «Nunca sentimos que hayamos hecho algo novedoso», se compadece Sebastián. Y Nicolás coincide: «Nunca nos sentimos parte de ninguna escena ni abanderados de la independencia, nunca nos ofrecieron un contrato y muchos nunca acusaron recibo de nuestros discos. Si a 10 años se dan cuenta de las cosas, está bien: en este país se tarda 25 años». La autocompasión acompañará al «indie» en su camino a la fama, que no significa nada: Jaime sin Tierra fue una brújula para los espíritus torturados. ¿Contribuyeron al cliché del adolescente con problemas? «Sí, porque éramos adolescentes y teníamos problemas, pero también teníamos una guitarrita en la mano», concede Nicolás. «Fuimos la excusa para que la gente se juntara: alrededor de la banda se hacía cine, arte, dibujos, se formaban parejas». ¿Y cuáles eran los códigos que los hermanaban? Sebastián: «Crecer, mirar a los adultos y no querer caer en eso». Nicolás: «Sentir que la nave va a una velocidad catastrófica hacia un lugar horrible y que no hay volante. Nuestra música siempre fue ridículamente desesperada. Pero cada disco fue sincero».