El disco solista debut de Hilda Lizarazu termina desvaneciéndose en buenas intenciones y poco más.
Después de algunos años de ostracismo en alguna cabaña de Sansacate (Córdoba) y tras la separación de Man Ray (¿cuántos lo lamentaron?), Hilda Lizarazu volvió a las pistas. Convocó a algunos amigos y produjo un disco con diez composiciones propias, una hecha a medias con su pareja y un par de canciones ajenas. Los trece tracks, grabados en ¡nueve! estudios, ondulan permanentemente. Casi todos empiezan amenazando con llegar a ser profundos o llevaderos, pero la mayoría se queda a mitad de camino. Juan Rodríguez, Black Amaya, Fernando Samalea, Fernando Lupano, Gringui Herrera, Ciro Fogliatta, Miguel Botafogo y Leo García, no se merecen «quedar pegados» en este trabajo, tan manso como trivial. Incluso, el talento (y el dinero) de Hilda Lizarazu no parece(n) rendir al máximo. O tal vez a uno le guste creer que ella es capaz de hacer mejores canciones.
Igualmente, el disco nunca resulta molesto; a lo sumo, soporífero. Las canciones que salvan el trabajo son la oscura «A otra historia», la aparición del bandoneón de Samalea en «Pulso» y «Abre», un cuelgue quimérico. El resto se debate entre lo plácido y lo poco original. La única canción que se aparta de los sonidos acústico y pseudo-místicos es una versión-guitarras-arriba de «La reina de la canción», con Roque Narvaja de invitado.
Lamentablemente, lo mejor es la cajita, un muy admirable trabajo de Alfi Baldo. En síntesis: un buen disco para dejar de fondo durante una cena íntima, pero no de las importantes.