Hacía frío la noche del viernes 15 en La Plata, y todos los caminos conducían a Atenas, un estadio donde habitualmente se boxea. La consigna era Manal y Almendra juntos. La Cofradía de la Flor Solar —un orgullo platense pese a sus consabidas limitaciones— y Ice Cream —otro producto local, aún en etapa de prueba— completaban el programa.
No hizo falta más, como tampoco se había necesitado otra propaganda que la de boca a oreja para que casi dos mil entendidos en rock and roil —la mayoría conocía la vida, pasión y éxtasis de cada acorde— se congregaran. El reducto era un enorme gimnasio que al principio pano tener la intimidad requerida por los recitales pero que luego, al calor del sonido a todo volumen, ardió. No fue en vano: se había creado un clima de comunicación total. En las gradas, en los bancos, en el suelo, caminando, envueltos en mantas algunos precavidos, masticando sandwiches de chorizos otros; todos eran un solo aullido que gritaba yeah en el pico de cada zapada o una masa uniforme que se contoneaba en las repeticiones de los reef. El Atenas facilitaba una ventaja ‘pocas veces considerada por los organizadores de este tipo de encuentros: cada uno podía desplazarse a su gusto por donde quería (hasta el escenario si deseaba) y realmente participaba si se conectaba desde su rol de oyente, es decir, si se liberaba de todo vnculo terrenal y vibraba con la música. El frío no pudo con el delirio general: en las cumbres de Manal y de A:- mendra correspondían arrojando los abrigos al aire. El antecedente eran las míticas 30 horas (desde las 22 del viernes 24 de mayo hasta las 4 del domingo 26), durante las cuales docenas de conjuntos y solistas se turnaron sobre el escenario para mantener despiertos (a los que resistían y a los vecinos) con música pop. «La pesada» y .»La liviana» del movimiento desfilaron por riguroso turno en que iban llegando mientras más de 5000 jóvenes de todas las edades y largo de pelo creían estar en la Isla de Wight o en Woodstock (o en las dos al mismo tiempo). Quienes estuvieron en esa jornada aseguran que jamás borrarán de su memoria el amanecer del sábado, con el sol que se erguía sobre una de las diagonales y Almendra desgranando somnolienta, irónicamente Plegaria para un niño dormido. Debajo de las tribunas de cemento —un lugar donde el sonido llega muy atemperado— se había instalado un roncadero colectivo y rotativo.
Tres semanas después, al Mono Kohen, un barbado moreno que capitanea ideológicamente a La Cofradía de la Flor Solar y organizaba una parte del recital, se le arqueaba la barba con una sonrisa de satisfacción: «Hicimos cambiar la mentalidad de la generación sana de nuestra ciudad, comentaba en un aparte. Y el radio geográfico día a día se extiende más. En muy poco tiempo se tocará con el epicentro porteño». No exageraba. Al principio los recitales de La Plata (que se hacían en el teatro Opera) a duras penas si juntaban 50 iniciados. Ahora se necesitan estadios.
Detrás de él, otro moreno hirsuto, el virtuoso Pot Zenda, se mostraba eufórico y susurraba a todos: «Ya van a ver la que se viene, hay tantas cosas lindas al alcance nuestro y que las dejamos pasar. Agárrenlas». Luis Alberto era más lacónico. Le bastaba repetir solamente «Estamos, loco, estamos» para hacerse entender y explicar todo lo que significaba ese encuentro para él. Peter Malenchini y Aníbal Gruart coordinaban tan disimulada y hábilmente que no se notaba su acción. Robertone —el espaghetti de los equipos— se había hecho humo.
Y sobre el filo de la medianoche, después de «bailar con grabaciones» (como llamaron algunos a la espera con discos conocidos) y luego de escuchar los balbuceos del trío Ice Cream, empezó la verdadera sintonía: Luis Alberto y Edelmiro por un lado, Rodolfo y Emilio por el otro; Almendra asomó entre fatigantes juegos de luces y se zambulló en un rock and roll expansivo (no progresivo), que crecía sobre sí mismo como si fuera uná pirámide al revés. Desde Gabinetes espaciales hasta El hermano perro pasando por otros temas que no tenían nombre definitivo (entonces) pero que integrarán el segundo longplay, Almendra mostró su newlook, esa evolución que no es otra cosa que el desprendimiento de ciertos esquemas y esquematismos acarreados desde sus primeras horas. No es de temer, al contrario: Almendra conserva su espíritu, su esencia, sólo que ahora es más abierto, una cualidad que les permite explayarse individualmente con mayor amplitud, cumplir cada uno una función. Que los cuatro tengan más libertad de movimiento beneficia, en definitiva, al grupo.
Por más que La Cofradía —corazón sonoro de una minicomunidad de creadores— no hizo mucho por mantener el alto nivel con que había seguido la sesión, en los jóvenes ocurrió algo pocas veces visto. Sus conciudadanos y hasta los que habían llegado desde la Capital —una caravana menor que la que siguió esa noche a River, por cierto— los escuchaban con igual atención. Si los aplaudieron no fue por solidaridad vecinal o atención de buena visita sino porque algo estaba claro desde el vamos, aunque nadie lo haya dicho: que no se trataba de una competencia de conjuntos sino de que cada conjunto contribuía con lo que podía al delirio del ambiente al clima. Manija —sombrerito de carpintero hecho con una hoja de diario, bigotes con lás puntas descendentes, de ahí su nombre— metió muchos palos de más sobre la batería, Kubero se lució cantando un tema lento y Morci imitando descaradamente a Javier. Un barbado estudiante de arquitectura lo justificó: «Perdónenlo: Lo está presentando». Inmediatamente después, Mana! entró en acción y no dejó dudas de su alto voltaje musical.
Alejandro Medina lo había anticipado entre bambalinas: «Hoy vamos a hacer RoF-aFRoLL». Y sobre el escenario, los tres se sumergieron en un sonido furioso, muy 6 por 8, que Javier luego definiría como «el latido interno de un ritmo afro-rioplatense». Así como Almendra no hizo ni Muchacha ni Fermín pese a que se los rogaban con insistencia amenazadora, tampoco Manal accedió al pedido de servir Jugo de tomate frío. Volcó en cambio’ un Porque hoy nací número dos que dejó a todos sin palabras: con un bombo sin parche adelante (como los bateros negros) que le daba un sonido más seco, un timbre más oscuro, hizo hablar percusivamente a la batería y hasta entabló diálogos con el bajo y la guitarra, «cada vez más solventes», para usar la expresión de Claudio, que tenía los dedos duros.
A las tres y media, cuando el Atenas se vaciaba, flotaba en el ambiente una agradable sensación de triunfo. La cara del colorado Rabey cuando despachó la kombi con los equipos decía misión cumplida. Gente de la Escuela de Bellas Artes, de Arquitectura. «la barrita del bosque» que sigue a lá Cofradía a sol y a sombra, los chicos del Jockey y del Regatas y montones de marginados de todas las especies y ocupaciones habían compartido (convivido) seis horas de música. Un recital, cuando se lo hace con cabeza y no pensando exclusivamente en el bolsillo, es lo único que necesitan muchos jóvenes para hacer estallar la comunicación entre ellos y gozar. Sólo basta saber encender bien la mecha.