Con César Andino de vuelta y las apariciones de Mollo y Catupecu, la llegada de Cabezones a Obras fue noche de debut, reencuentro y fiesta.
Muchas veces pasa que, por alguna razón, un recital queda atrapado en la memoria. Una buena performance sonora, una aparición insólita o una anécdota memorable son algunos de los elementos que hacen de ése, un momento digno de recuerdo. Sin embargo, son muy pocas las veces en que todos esos, y otros factores se combinan en perfecta sinergía, haciendo que ese momento no sólo quede guardado en la memoria, sino más bien marcado a fuego.
La llegada de Cabezones a Obras estaba cargada de expectativas; a la emoción lógica del debut, se sumaba la vuelta de su líder, César Andino, recuperado del accidente automovilístico que lo encontró como acompañante de Gabriel Ruiz Díaz. Tras nueve meses de forzoso receso y operaciones sucesivas, el regreso hacía prever que se trataría, sin dudas, de una noche cargada de sentido.
Relampagueaba en el cielo porteño; pero la descarga eléctrica real llegó cerca de las 9:30, y puertas adentro del estadio, cuando Cabezones salía a escena con los primeros acordes de «Vertiente». «Bienvenidos, hermosos», fue el grito arengador en medio de un segmento inicial muy arriba que siguió, en clave power metal, con «Cada secreto» y «Planear». Pero «Bienvenidos» -lei motiv del encuentro- venía pidiendo pista, y por fin asomó sus narices con «Mírame», seguido de «Inmóvil» y el primer estallido generalizado.
La puesta, bien lograda, no dejó ningún detalle librado al azar; juegos de luces en contraste con el fondo blanco y negro. Batería y teclados elevados; abajo, voces y cuerdas. César Andino (apuntalado por un bastón con mango de calavera) se sostuvo de pie durante el primer tramo del show, haciendo gala de una voz inoxidable. Todo parecía funcionar con precisión, excepto una sola cosa que escapaba al alcance de cualquiera: el calor, que con el estadio a pleno, rozaba el límite con lo infernal.
El ensamble de «El vientre» con «Triste» (Carajo), sería lo primero que la lista iba a ofrecer en materia de mash-ups. Pero no el único: acto seguido, «Mi camino es ningún lugar» -regalo para viejos fanáticos-, deslizó sobre el final un par de estrofas de «Aladelta». Nadie suponía, claro, que aquello era un presagio de lo que estaba por venir.
Ricardo Mollo, uno de los destinatarios de los agradecimientos varios en boca de César, apareció en el escenario enarbolando su Fender para sumarle un poco de ruido a «Lejos es no estar». Sorpresa generalizada y ovación, de más está decirlo. El momento lo ameritaba: Pichu, Mollo, Martínez y Aput enfrentados, derrapando sobre las cuerdas, y rodeando a un Andino más enérgico que nunca que terminado el tema, estampó su bastón contra el piso. Catarsis, que le dicen.
Luego del shock, promediando la primera hora de show, el desgaste se hizo sentir. Un asistente alcanzó un sillón al centro de la escena para César, que siguió cantando sentado, y las revoluciones bajaron un poco dando paso al repertorio más melódico de Cabezones.
«César, parecés El Padrino», gritaba alguna fanática, trepada a la valla. El frontman, bastón en mano y vestido de negro, sonrió ante la ocurrencia, y arengó: «Bueno, ahora a saltar por mí!». Factor emotivo al margen, sobraban motivos para hacer de esa noche una fiesta. Y claro está, de eso se trató.
Las dos horas que duró el recital encontraron varios puntos altos: una versión muy al palo de «Hombre paranóico», o «Lullaby», el cover de The Cure; «Puedes dejarme solo» (adoptado del legado Stereo), y un medley que acopló «Mi pequeña infinidad» con «Where the streets have no name», derivando en «Opus 1». El tema de Catupecu -interpretado y compuesto por Gabriel Ruiz Díaz- fue coreado al unísono por las cuatro mil personas que coparon Obras, estallando finalmente en un «Olé, Olé Olé, Gaby…».
«Ustedes quieren quilombo… ¿No les parece demasiado que ya estemos acá arriba?», bromeó Andino, cuando todavía faltaba una segunda aparición, no tan inesperada en este caso. Bajo la etiqueta de «uno de los monstruos más grandes del rock nacional», se hizo presente Fernando Ruiz Díaz quien, luego de fundirse en un abrazo con César –«un luchador», según sus palabras- puso su voz a una trepidante versión de «Silencia», ensamblada con algunos versos de «Eso Vive».
Gracias por doquier; besos y flores -literalmente-, y la invitación a los Catupecu faltantes a sumarse al escenario para «Pasajero en extinción», devenido en una especie de emblema del feedback entre ambas bandas. Ahí estaban todos. El monstruo. El luchador. Y Macabre, Herlein y Zeta, padrino artístico de los santafesinos. Catupecu y Cabezones a pleno, en la cúspide del show.
Se perfilaba el final, pero la noche todavía reservaba un highlight; «Bienvenidos», en las bateas desde agosto, se convirtió en DVD de oro, y Fernando Ruiz Díaz irrumpió nuevamente en el escenario para entregarles las placas a los padres de la criatura, que llegada esta instancia, se vieron desbordados por la emoción.
Cuando los últimos acordes de «Irte» ponían punto final al set, y las puertas de Obras se preparaban para el éxodo masivo, el cielo finalmente descargó su furia sobre Buenos Aires; el diluvio resultó un antídoto inestimable para los cientos de fanáticos que salían de un estadio a punto de ebullición.
«Bienvenidos, a los nuevos y a los de siempre; a lo bueno, y a lo malo también». La frase, en boca de César Andino, sintetizó el concepto de su flamante -y ahora, dorado trabajo-, del show y del presente de la banda en general. Tras 12 años de camino recorrido y superados los tiempos de mayor incertidumbre, Cabezones sigue sosteniendo que lo mejor siempre está por venir.