Diego Mizrahi presentó su último disco en el ND Ateneo.
Casi caigo en la cuenta de un topetazo que la diferencia entre el virtuosismo y la técnica no radica en el aprendizaje tenaz. Casi logro aceptar que la velocidad, el vuelo, la elección de estilos y el azar no guardan relación alguna a la hora de darle el estacazo a la interpretación. Peor aún, casi me siento confundido respecto al mercado de importación de musicos, con la eterna duda (el músico argentino es de exportación o a la inversa).
Y todo esto por ir a ver a la máquina con dedos sanitarios, paladín de las semi-corcheas y señor de los nudillos de quilate Diego Mizrahi.
Aceptémoslo… tocar como Mizrahi es casi tan fácil como apender arameo étnico. Verlo es peor aún, porque el autodidacta del fatto in casa con la guitarrita a media asta en el baño termina moviendo los dedos, cuasi simulando que es uno el que está ariba del escenario haciendo llorar la eléctrica. Pues sí, queridos amigos, nada de Vais, Satrianis, Al Di Meolasss… solo Yupanquis y Mizrahis. Eso le hace falta a este mundo.
Claro que no se lo imaginan a Yupanqui destilando rockanroles de solos desangrantes, ni mucho menos pidiéndole al público que le titule una «balada» hermosísima que no tiene nombre, ni por casualidad que desentalque viejas facetas despuntando el Blues, ni que suela preguntarle a la audiencia y al asistente «Che… esta guitarra estará afinada», para acto seguido, desentalcarla y volverla a entalcar… Pues sí, amable audiencia, ésta fue una noche de Mizrahi y su flamante producción, «18 Kilates», que en vivo, fueron 18 mil.