El «Patrono de los automovilistas» alza su báculo y con él rompe el cráneo a los tiernos e ingenuos amantes de lo acústico. Ellos no han sido invitados al sauna, y serán echados sin miramientos en caso de que se atrevan a entrar. Luego se les enviará sus cráneos por correo.
Las atemorizantes amenazas de Spinetta no se cumplen aquí. Lejos del Paseo La Plaza —donde este álbum fue grabado en vivo, con un volumen tal que hacía palmar el cerebelo- y en la bucólica comodidad de nuestros hogares —donde el potenciómetro obedece únicamente a nuestros designios—, San Cristóforo no parece, ni por asomo, tan peligroso ni violento. Se diría que este álbum, en lugar de un siniestro volcán que escupe vúmetros con las agujas hechas puré, representa más bien un cosquilleante sacudón, una interminable zapada de garaje de tres músicos de enjundioso nivel. Es, en definitiva, otro disco en vivo de Spinetta, con la salvedad de que en lugar de acústico (con la guitarrita) es eléctrico (con una guitarra, digámoslo en el idioma de Luis, abigarrada. Sumamente abigarrada, para ser sinceros).
Hay aquí temas añejos y más recientes. Y —-bueno es destacarlo- temas lentos. «El rebaño del pastor» y «Bosnia» («allí donde un ángel cierra sus alas y llora») pertenecen al primer álbum de Los Socios del Desierto y ninguna erupción incendiaria ha conseguido arrancarles su magnífica y serena belleza. El primero, que en su grabación original tenía los aires pop de «Yo quiero ver un tren», ahora se ha puesto un poco más denso y rebosa mil arreglos y cortes, tan pequeñitos como si un cocinero chino se hubiera hecho cargo. El segundo, en una versión algo más despiadada a fuerza de palancazos de guitarra, está cantado como nunca. Todos los esfuerzos de Juanse por conseguir que «Sucia estrella» sonara stone no se comparan con los esfuerzos de Luis para lograr que suene punk-fiestero. «Ana no duerme» o «Rutas argentinas» (aunque aquí parezcan arreglados por Sid Vicious y Pappo, respectivamente) son temas tan logrados que trascienden sus propias deformaciones. Alguien podrá decir que al magnífico Tuerto Wirzt habría que maniatarlo con alguna frecuencia, o que Marcelo Torres —brillante— ha recuperado el aplauso para los solos de bajo. También sería posible sugerir que Luis pretendió un segundo téster de violencia para sí, una catarsis que lo alejara de su aura luminosa de prócer poético y lo acercara más a El rayo, la lencería y el pelo anaranjado. San Cristóforo resulta un álbum divertido, interesante y poderoso. Es Luis, ni más ni menos, en una de sus mejores —y más febriles- formas. Podríamos preguntarnos el porqué de su promovida necesidad actual de convertir en lava algunas de sus gemas más frescas y coloridas. Pero, como suele decirse en «Jardín de gente», algún acuerdo en su alma tendrá.