«La luz del ritmo», Los Fabulosos Cadillacs. Frescura, emoción y fiesta para épocas bravas.
La big band latina ha regresado. Menos manierista, si entendemos por ello el barroquismo que le habían impuesto a sus últimos discos de estudio a partir de aquellos Experimental Concherto. Igual de caprichosa, si nos dejamos llevar por ese swing que deja filtrar las obsesiones personales (rítmicas, estéticas, líricas) de sus músicos. Debemos advertir que los Cadillacs siguen siendo fabulosos en un arte poco reconocido en ellos: se mueven por los géneros con una fluidez que les permite escribir ya no solamente hits (el tema que bautiza al disco, «La luz del ritmo», sin duda lo es), sino verdaderos clásicos, standards de un género al que ellos mismos han dado forma. Acaso sea oportuno releer aquel eslogan que acompañaba la salida de Fabulosos Calavera como un ligero error de marketing. «El disco que cambiará la historia del rock nacional» forzaba a los Cadillacs a pertenecer a una tradición a la que siempre miraron de costado. Ellos son, en todo caso, fundadores de un lenguaje musical regional, que sí han revolucionado, subiendo el parámetro con influencias cruzadas que alguna vez fueron el hip-hop y el dub y, ahora, pueden ir del rocksteady al blaxploitation y la cumbia más pura. Durante dos décadas, forjaron una nueva identidad y, casi, el adjetivo «latino» para el rock (¡perdón Santana!).
Así regresan: reemplazando la guerra de egos por una convivencia sagrada. Con un bajista inspiradísimo, un cantante con una voz áspera distintiva, y esa banda «brass driven», dirigida por Rotman.
«Nosotros egoístas» le imprime un speed rítmico pop y un upgrade emocional a este regreso que, para aquellos que hayan conocido o disfrutado al Toto Rotblat, se vuelve irresistible en su estribillo: «Palermo, los tambores sin consuelo y nosotros egoístas. Hoy ya no somos lo mismo». Tras su búsqueda del trono de crooner latino, Vicentico ha dotado a su interpretación de una sensibilidad poco frecuente. Y también se dio cuenta de que no le hacía falta ir a buscar la «cumbia original» a canciones populares como «Los caminos de la vida». El roots lo esperaba en un tema de Rey Azúcar, de su propio repertorio («Padre nuestro») y en el aporte del productor Pablo Lescano: sí, amigos, la confirmación de que estamos en presencia del Dr. Dre de nuestros suburbios, con un nivel sonoro que le da al género llamado «cumbia villera» el registro mainstream y legitimador que merecía.
«El beat del chamán enciende la mecha y espanta las penas» y «Flores para no estar mal» son frases que recuperan el espíritu festivo en épocas bravas, una clave que está en el ADN que la banda se propuso rescatar. También volvió la frescura: como en los tiempos que registraban un disco por temporada (editaron material nuevo todos los años entre el debut en 1986 y £/León de 1992), pocas sesiones de ensayo y apenas seis semanas de grabación alcanzaron para registrar un álbum que brilla en tiempos de sequía creativa.
Los covers funcionan como acto de justicia: «Should I Stay or Should I Go» con Mick Jones rescata no sólo a The Clash sino, sobre todo, a su proyecto Big Audio Dynamite; «Wake Up», al sonido new wave olvidado de lan Dury.
Por lo demás, reluce la versión de «El genio del dub»: su línea de bajo profundo y batería, teclado al frente (gentileza del productor Robert Carranza) y la lírica de Vicentico que combina el tema «Radio criminal» nos obligan a pensar cuán injustos hemos sido con este gran tema cada vez que hemos hecho esas listas de Las Mejores Canciones de Todos los Tiempos.
Publicado en Revista Rolling Stone Nº129