El virtuoso guitarrista estadounidense volvió a la Argentina para presentar “Salting Earth”, su último trabajo de estudio.
Sea por curiosidad o por una perpetua necesidad de movimiento, Richie Kotzen nunca se queda quieto. Solo por aburrimiento, por ejemplo, decidió dejar la púa y aprender a tocar la eléctrica a dedo pelado. También pasó por casi todos los estilos que el rock ha dado: glam con Poison; hard rock con Mr. Big, Forty Deuce y The Winery Dogs; jazz, fusión y funk con Vertu y Greg Howe. Y todo eso junto en su veintena de discos solistas. Material de sobra, entonces, para esta nueva visita a nuestro país, centrada en su catálogo en solitario y, sobre todo, en su trabajo más reciente, “Salting Earth”, su disco número 24.
Con previa de los locales Arpeghy, el virtuoso de las seis cuerdas subió al escenario de Flores cerca de las 21:30 para romper el hielo con la que también abre la placa protagónica: “End of Earth”. El inicio sería algo accidentado: el sonido de la guitarra falló en el arranque, pero también en “Socialite” y más adelante, y el fastidio – agravado por una pujante fiebre gripal – comenzaba a dibujarse en la cara del músico. Igual siguen, se tocan todo, zapan un buen rato, Richie canta como los dioses y, el público, enardecido. Para “Meds”, se sienta al piano esperando que, cuando se volviese a calzar la guitarra para “Go Faster” todo este arreglado. Pero no.
Aun así, el sólido trío completado por Dylan Wilson en bajo y Mike Bennett en batería, no claudica. Los coequiper siempre salvan el bache alargando un compás o improvisando algún que otro solo groovero. Siempre caen bien parados y, al final, las sutiles complicaciones se transforman en pequeñísimas anécdotas que el mismísimo Kotzen resume al volver de un breve break técnico: “Shit happens”, sentencia. Después de todo, en el global, el saldo es más que positivo: un show de primera clase, un setlist virtuoso y memorablemente bailable, ejecutado por músicos no sólo técnicamente increíbles, sino que con cada nota saben llegar a lo más profundo de las almas presentes. Además, la voz de Richie – de las mejores del rock contemporáneo – no falla nunca. No existen, entonces, razones serias para no disfrutarlo. La velada continuó con “Love is Blind”, “Your Entertainer” y dos bien melosas, con el artista al piano, “My Rock” y “Cannon Ball”, que dejan al público en el estado de ánimo perfecto para lo que viene.
Jeff Mallard – gurú de los técnicos de guitarra – le alcanza a Kotzen una acústica. Es prestada. “Oh, esto suena hermoso, es perfecto, un aplauso para Jeff ¿de quién es? ¿es tuya, o tuya?”, pregunta mientras señala las primeras filas y al menos 15 fans levantan la mano para arrogarse la pertenencia del instrumento. Para la sección acústica, Wilson va al contrabajo y Bennett se sienta en el cajón peruano, todos al frente, al borde del escenario. Sonaron entonces “I Would” y “High” – con exquisito momento solista de Dylan Wilson –, y una más, que no aparecía en otras listas de la gira: “Doin’ What The Devil Says to Do”. Este agregado, festejado y ovacionado, tendría, sin embargo, consecuencias al final del show: lo que aumenta en un lado, debe necesariamente mermar en otro. En el medio, alguien les regala unos retratos que los músicos reciben visiblemente emocionados (se pueden ver en el Instagram del músico). La breve incursión semi-desenchufada tiene, finalmente, su frutilla del postre con tremendos solos de cajón y batería de Bennett.
Con toda la troupe nuevamente en el escenario, llegan las últimas de la noche. Primero, “Fear” y “Help Me”, y luego de una brevísima espera, el bis con otra de las más tranquilas del disco homenajeado: “This is Life”.
Entonces, cuando la audiencia espera el cierre triunfal con “You Can’t Save Me” o “Fooled Again” – como en el resto de la gira -, nada: agradecimientos, foto final, el telón se cierra, las luces se encienden y el público deja la sala con una sonrisa satisfecha pero melancólica: acaban de presenciar uno de sus mejores shows en mucho tiempo, pero un poquito se quedaron con las ganas. Seguro la próxima será.