Las Flores Rock prometía ser la megafiesta de rock más importante del centro de la provincia de Buenos Aires. Catupecu Machu y La Mancha de Rolando fueron los platos fuertes de la primera fecha. El segundo día, la lluvia impidió el cierre de Árbol y los Ratones Paranoicos.
En una época donde los municipios intentan mostrar que tienen en cuenta a los jóvenes (y sus votos) a través de la organización de conciertos de rock, Las Flores proyectó su propia fiesta. No muy ingeniosamente la bautizaron con el nombre de la ciudad más el sufijo «rock» como lo hicieron antes en Baradero, Belgrano, Chascomus, Epecuén y los ya «tradicionales» Gesell Rock y Cosquín Ídem (y Siempre Ídem). Y si bien en el paladar de muchos quedó un gusto semiamargo, hubo rock…
Cuando llego a Las Flores veo un pueblo en inquebrantable siesta. Más allá de un par de afiches de festival no hay nada especial preparado para recibir a los cerca de mil foráneos que emprendieron su camino a la meca. Algunos kioscos de la avenida principal tienen mesitas en la vereda, pero cuando el clima determine el abrupto final de la segunda jornada, excepto por un bar, no habrá dueños de locales interesados en refugiar al público. Ni que hablar de los remiseros, quienes una vez terminada la segunda noche se van a negar a trasladar a cualquier persona que se encuentre en la Laguna. Tampoco hay negocios que vendan remeras y merchandising. Y para cuando me haya ido del lugar no voy a haber avistado ninguna disquería. Sí voy a haber observado varios cibers muy pro, equipados con Playstations 2 y televisores de muchas pulgadas.
La primera persona con la que hablo en Las Flores es un viejo gruñón que provoca que me cuestione si soy yo o él quién está en el lugar equivocado. Gentilmente, la organización puso a mi disposición una cama en su hotel, cercano a las vías, en la entrada del pueblo. Cuando llego y le explico al «dueño» que se tiene que comunicar con la producción del evento para que le aclare mi situación, me muestra un gesto amargo y me invita a retirarme. Después de un intercambio de llamadas me da una habitación con paredes descascaradas, una cama con dos colchones, dos toallas que deben tener mi edad y unas sábanas que deben ser un poco mayores que mi hermano más grande.
Más tarde, en la calle y sentado junto a una mesita charlo con un chico que viene de La Madrid y está dispuesto a dormir en la calle para «aguantar hasta que termine». En ese momento percibo que va a ser un festival con glamour más bien de tierra adentro. Y me entero que la porfiada lluvia del lunes atentó contra el armado del sonido, lo que motivó la reprogramación de los grupos locales y regionales para el miércoles. También me dicen que la primera jornada va a empezar a las ocho de la noche.
El lugar donde se lleva adelante el festival queda a doce cuadras del centro del pueblo. Está junto a una laguna que no va a llamarme la atención a lo largo de mi breve estadía, seguramente porque es uno de esos espacios verdes que cuando no sale el sol parecen apagados. Junto al predio hay un camping donde unas cuarenta o cincuenta carpas refugian a buena parte de los visitantes. Visitantes que van a caminar setecientos metros de ida y setecientos de vuelta cada vez que quieran comprar cigarrillos, cerveza, pan, vino o lo que sea. En el lugar se respira un clima apacible, más allá de que cuando me disponga a atravesar la entrada siete narcos de la Policía Federal me van a revisar los bolsillos buscando algo que justifique su existencia y su sueldo.
A las once, la presentación de Los Vinitos de Vincent inaugura una fiesta para más de dos mil personas. Los chicos de Grand Bourg muestran un espíritu chispeante y alegran a algunos a fuerza de reggaes optimistas, casi cuarteteros. Promediando la actuación aprovechan una canción para mostrar un particular homenaje al onanismo. Después de unas ocho canciones Carga Máxima toma el escenario. Durante su actuación reporteo a La Mancha y me entero que Chizzo tiene un hermano mellizo. La banda que está en el escenario suena muuuuuuy parecido a La Renga, pero no se les puede negar cierta contundencia.
Pasada la una y después de un audio con un recitado acompañado de imágenes de policías, piqueteros y chicos pobres aparece en el escenario La Mancha de Rolando y, con ellos, una presentación llevadera y peronista. Tras cerca de quince años de trayectoria el grupo de Avellaneda puede armar un set usando solamente los hits radiales de los últimos tres o cuatro años: «La Planta», «Arde la ciudad» (las dos primeras), «Viaje de locos», «Buscar» (las que más bravas), «Melodía simple» (para las chicas), «Mago de la lluvia», «Calavera» (los hitazos) y más. También tocan un par de covers: a mitad de show «Mi semilla» de la Vela Puerca y como bis el «Blues de Bolivia» rengo. Manuel Quieto aprovecha cada bache entre canción y canción para soltar un discurso con el que agradece a los organizadores, repudia la matanza de los habitantes originarios durante la colonización y felicita a «un público que viene a estar en paz y compartir una noche de rock». Lo va a repetir al menos cinco veces a lo largo del show, siempre con tono de político en campaña. Sobre el final hace que la gente del campo lo aplauda de acuerdo al sector de luces que se encienden en el escenario. Tiene un innegable feeling de galán chamuyero de barrio, más allá que aproveche el escenario para despotricar contra «los pelotudos que van a las fiestas electrónicas» y burlarse infantilmente de Alejandro Lerner.
El cierre de la primer noche queda en manos de Catupecu Machu. En quince canciones desatan una tormenta de potencia, efectos especiales y ritmos irregulares donde el sonido de la banda se afianza permanentemente. Gabriel Ruiz Díaz toca más temas con la guitarra que con el bajo. El baterista Gustavo Hermain golpea la batería con ganas de hacerla pedazos. Y Macabre dispara samples generando colchones que aportan una estética industrial. Arrancan con «Óxido en el aire» y la voluntad de evitar lugares comunes. Buena parte del set se apoya en esas canciones estrambóticas que caracterizan al cuarteto de Villa Luro: «Perfectos Cromosomas», «Origen Extremo», «En los sueños» (con la presencia del bajista de Cuentos Borgeanos) o la tecno zapada «Preludio». El show se vuelve más digerible cuando esas composiciones complejas se dan la mano con los hits más permeables de la banda: «Magia Veneno», «Gritarle al viento», la ya clásicas «Dale!», «Y lo que quiero…» y las versiones de Massacre («Plan B») y Héroes del Silencio («Hechizo»). Sobre el final anuncian una canción «dedicada a los DJ que nos alegran las noches y nos hacen bailar» y suena «Eso vive». Después llegará «Elevador» (fuera de lista) y la despedida con «A veces vuelvo». Son las cuatro de la mañana y todos se llenaron los oídos. No podría haber sido mejor.
La segunda fecha empieza muy temprano. Demasiado. A las cuatro y algo arrancan los grupo de la zona. Se destaca Cinco Litros, una banda de Azul que invita con un rock bailable, atractivo y de letras combativas. La sección de vientos les hace ganar potencia y personalidad. Otra banda interesante es Sloopy, trío de new metal cuyo cantante se sube al escenario vestido de mujer, como alguna vez lo hizo Kurt Cobain. De hecho se despachan una versión de «Smells like teen spirit». Cuando terminan su emotiva presentación, la inocente presentadora le pregunta al frontman como se animó a subir con esa ropa. Señalando a un rubio de la primera fila, el muchacho responde «Porqué me gusta él». Actitud rocker y desprejuicio.
Tras ellos llegan los grupos locales y me da sueño. Hay una banda que hace puros covers de Los Redondos, La Renga y Divididos. No se cómo les da la cara. Me da la sensación de acomodo y espacio ocupado injustamente. Imagino que debe ser la banda del hijo del intendente o algo por el estilo. Al rato, entre las ocho y las once, pasan tres grupos por el escenario (Balas Perdidas, Los Pulgones y no se quién más) y tocan no menos de nueve covers de los Rolling Stones, todos por demas obvios («Brown Sugar», «Satisfaction», «Jumpin Jack Flash», etc). Parece una pesadilla recurrente. Entonces llegan al escenario los Ratones. Pero no son los Paranoicos, sino los Súper. Bue…. Hay que reconocer que después de tantos años en el escenario son convincentes. Pero todavía no me olvido de su época de Ritmo de la Noche, cuando sus caballitos de batalla eran «Barbara Anne» y «Puede tu mono bailar a-gogó», canción que todavía ejecutan. Uno no puede más que desear que toquen «Como estamos hoy» y cierren su actuación. Y cuando lo hacen, CHAN!…
Empieza a llover. Bueno, una lluviecita de verano que dura veinte minutos. Pero no un diluvio tempestuoso. Sin embargo en el backstage hay rostros nerviosos porque el escenario tiene la mitad de su superficie descubierta. Y porque los cables que van del escenario al mangrullo de la consola están en la superficie del terreno, en el barro, entre la gente. Y porque cualquier desperfecto podría llevar corriente eléctrica a la valla de contención del público. La gente grita durante media hora que quiere show o la plata de la entrada o que por lo menos alguien vaya a dar la cara. Algunos exaltados empiezan a arrojar piedras contra los tachos de iluminación y los encargados de seguridad hacen crujir sus nudillos mientras se preparan para cumplir su función. No queda otra que suspender las actuaciones de Árbol y los Ratones Paranoicos y dejarlas para más adelante. Y alguien va y se lo dice a la gente. Unos pocos quieren romper todo. El resto, mansamente, empieza a retirarse.
Me voy una confitería del centro de la ciudad, donde hay algunos músicos y alguien me cuenta que el Indio Solari tiene planificados tres conciertos para el 2006. Me dice que el primero sería en Villa María y los otros en Salta y Neuquen. Me dice que en el 2007 va a publicar otro disco, para presentarlo en 2008 y qué después se va a retirar de la música. Le creo. Al rato, el dueño de la confitería nos echa a todos porque «son las tres de la mañana y ya queremos cerrar».
Camino hacia otro bar, el único que queda abierto, y mientras charlo con algunos florenses simpáticos veo a Juanse (de piluso y equipo de gimnasia Adidas, casi un Pibe Chorro), Roy y Sarcófago en una mesa, tomando whisky junto a algunos músicos de Los Pulgones. Entre ellos hay un par de gatos de trayectoria. No menos de cien años entre las dos. Atrás, un par de hombres de bigote prolijo tipo Freddy Mercury miran a los músicos como los chicos miran los chupetines. Los florenses simpáticos me cuentan que los gatos tienen la costumbre de levantar clientes para llevarlos a una quinta donde les dan alguna clase de somnífero para que los bigotudos abusen de ellos. Me dicen que hubo muchos casos pero que nadie los denuncia. Siento asco. Los primeros en irse del lugar son Juanse y Roy. Dejan solo a Sarco, a quién siempre vi como el Ringo Starr de los Paranoicos y por eso me despierta más simpatía que el resto. Uno de los gatos le habla a dos Pulgones y en sus ojos hay una fiesta. Por las dudas, me voy a dormir antes de ver cómo termina la escena.
La inocencia y los nervios de la primera vez fueron indisimulables. No debe haber sido fácil para la gente de Las Flores organizar un evento semejante. De hecho creo que quedaron bien parados y van a limar los errores con el tiempo. Entonces se podrá decir que en Las Flores se realiza la megafiesta de rock más grande del centro de la provincia.