Catupecu es un símbolo de potencia y modernidad. Luego de haber sacado un riesgoso disco sin bajo eléctrico, propone ahora una performance con un inédito sonido «pentafónico». La nota de Pablo Schanton, para Clarín.
Un árbol seco transformado en perchero. Una mesita ratona hecha de tronco con forma de perro. Veinte años atrás, reciclando árboles encontrados por ahí, el Dr. Rubén Ruiz Díaz, abogado, devino escultor doméstico para amueblar este living. Por aquellos días de bricollage, este era su estudio. Estamos en Villa Luro versión 2003 y la casa original de los Ruiz Díaz es ahora cueva de Catupecu Machu. Con este nombre de animal autóctono inventado, los hijos del doctor, Fernando (voz, guitarras) y Gabriel (bajo, computadoras), formaron su banda de rock mediando los 90. El power trío (agregar al baterista que reemplazó a Abril Sosa, Javier Herrlein) ya cuenta con cuatro álbumes: dos independientes y el otro par editado por la multinacional EMI. Por un lado, el funkcore hormonal de Dale! (97) y la polaroid electrocutada de A Morir! (grabado en vivo en Cemento).
Aquí estos títulos de tono imperativo más signo de exclamación nos recuerdan por qué fueron bautizados «la aplanadora del 2000»: por sus aeróbicos y contundentes shows, los Ruiz Díaz merecen ser considerados los sucesores actuales de Divididos. Por otro lado, entraron al 2000 con Cuentos decapitados, el largo donde lograban conjugar influencias aparentemente disímiles como Soda Stereo y Sumo, Spinetta y Gieco o Depeche Mode y Metallica. Ahí incluían el hit Y lo que quiero es que pises sin el suelo (ése del video donde se los ve en una ingrávida cámara lenta).
Fue el año pasado cuando sorprendieron con Cuadros dentro de cuadros: hubo que inventar la etiqueta cyber rock para resumir una obra donde falta el bajo pero dominan la distorsión y las programaciones digitales. Igual de maquinal que de animal. Un riesgo más que meritorio para un grupo con aspiraciones de masividad.
Bien, estamos a unos días de que estos tres se lancen de gira hacia la Patagonia. Y, especialmente, de que estrenen el viernes 16 y sábado 17 de este mes en El Roxy un sistema de sonido inédito aquí para presentar las canciones de su último disco (ver ¿Qué es el sonido…?). No obstante, el Dr. Ruiz Díaz es el tema obligado antes de la entrevista. El apabullante Fernando llega a la Catucueva a mil. Como siempre, se mueve en esa frontera emocional entre el entusiasmo y el acelere. Viene de ver a su padre, quien, desde hace unas semanas, está internado en el hospital tras una crisis cardiológica. Al rato, cae su hermano Gabriel, pelilargo y más meditabundo, autoeyectado de una reclusión en plan «científico en su laboratorio» donde cranea el nuevo sistema de sonido modelo Catupecu.
«Pará, pará», «Dejame hablar», o «Che, ¿te cuento una cosa?» serán las frases en las que se atropellarán los hermanos para dar una respuesta. La famosa «adrenalina» sobre la que cantan en Entero o a pedazos. Explica Gabriel: «Nuestra adrenalina viene de llegar hasta donde se debe y ahí patear las puertas y ver qué hay del otro lado. Como estamos todo el día juntos, nos potenciamos más, y terminamos yendo y yendo más a fondo. Yo, cuando paso un tiempo sin hacer nada y la vida se me empieza a poner estable, me pongo nervioso, necesito la adrenalina del grupo corriendo por las venas. Y ojo que no es estar corriendo, puedo estar sentado frente a la compu horas. Yo desde chico sufro de insomnio y puedo pasar noches enteras sin dormir. Y tomando café nada más, ¿eh?.»
En la letrística de Catupecu Machu, hay dos palabras que insisten: «extremo» y «misterio». ¿Versos como «Quiebro control» o «lo prohibido es tentador» ratifican la idea de vivir al límite que sintetiza la tríada «Sexo, drogas y rock & roll»? No. «No consumo drogas porque si las consumiera me moriría a los dos días. Soy extremo por naturaleza. A Jim Morrison le salió naturalmente acercarse a un límite, pero con el tiempo se volvió un cliché y el reviente se vuelve un argumento de venta exactamente igual que los que se usan para vender a Mambrú.», ametralla la verborragia de Fernando. Y no frena: «A lo único que Gabriel es adicto es al Playstation. La otra vez estuvo 24 horas jugando al The Age of Empires y batió el récord de permanencia.» La otra obsesión de Fernando es el trance que produce bailar música electrónica (sin estimulantes, ojo). «Para la letra de Origen extremo, me transporté a una pista. Me acuerdo que era en Pachá y tocaba dj Zucker: sentía los sonidos como vampiros que me abrazaban. Para mí, el audio es físico y surreal.»
Al explayarse sobre las referencias a «enigmas», es Gabriel el que ahora recuerda a su padre. «Tiene que ver con nuestro interés por las religiones y la ciencia ficción desde chicos. En este cuarto había bibliotecas y yo venía a abrir esos libracos. A los 7, mi viejo me dio El Discurso del Método de Descartes para leer y me re pegó. Aprendí que cuando abrís nuevas puertas, atrás hay otras. De eso se trata lo de Cuadros dentro de cuadros. Siempre queda un misterio intacto».
La fama de adictos de los Catupecu en realidad les viene por el lado del trabajo. Cuenta Gabriel: «Como dice Calamaro, los grupos de rock acá son demasiado vagos. De todos modos, Catupecu es un caos ordenado: el caos de uno se combina con el del otro. Decimos: Vamos a ensayar a tal hora pero por ahí pasan El Camino de los sueños en el Lorca y nos vamos a verla. Igual no nos cansamos nunca porque todo el tiempo estamos cambiando nuestras reglas. Somos anticonformistas».
¿No temen perder público con tanto cambio?
Gabriel: Con cada disco perdimos unos fans y ganamos otros. Pusimos un tema re trabado de difusión a propósito. Le estamos torciendo la cabeza a la gente y cuando vos torcés la cabeza en un aspecto de tu vida, lo terminás torciendo en todos. Un pibe me dijo: «Ustedes cambiaron y hay bandas que se mantienen en un género». Le dije: «Eso quiero yo: ¡cambiar de género siempre, ser un degenerado!»