Fragmento del libro «Buenos Aires y el Rock», de Adriana Franco, Gabriela Franco y Darío Calderón, editado en 2006 por el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.
“En esta pálida ciudad, pibe, donde no te llega el sol” (La Pesada del Rock and Roll)
Buenos Aires, la ciudad que fue sede y centro del inicio del rock argentino, no fue amada desde un principio y para siempre en un romance sin fisuras ni malos enten- didos. La relación entre los músicos de rock y la ciudad, desde un comienzo, jugó con los opuestos, con la contradicción entre el amor y el odio, el rechazo y la atracción.
Y, sobre todo al principio, la balanza se inclinaba hacia el lado del desamor. Es que esa antigua dicotomía que en el siglo XIX ya había plasmado Sarmiento, en los años sesenta se retomó con inocultable energía y con signo inverso: si en el Facundo la ciu- dad era símbolo de civilización y el campo representaba la barbarie, ahora las ciudades se mostraban claramente como todo aquello que había que cambiar. Eran la muestra perfecta del error, la suma de los vicios que había traído consigo el progreso. El ideario hippie que se rebelaba contra las fronteras que dividían al mundo (como una suerte de anticipo utópico y en reverso de la globalización que vendría) veía en ellas la fuente de todos los malestares de la “vida moderna” y la alienación del verdadero ser del hombre. Como dato, una de las famosas frases del Mayo Francés proponía que “debajo de los adoquines se encuentra la playa”.
En ese contexto, la partida hacia el campo se situaba como la posibilidad de una nueva vida, o, mejor aún, la chance de retomar el hilo perdido de un estado natural que los avances técnicos y científicos habían cortado.
Búsqueda romántica que intentaba el retorno a la naturaleza y proponía recuperar el tiempo “perfecto” imaginario de los orígenes, la perdida conexión con lo esencial, para reencontrarse con una manera de vivir más sencilla, más cercana a un supuesto “verdadero” ser del hombre. Vivir en contacto con la naturaleza, dedicándose al arte o la artesanía, a cultivar la tierra y a cantar, e inventar nuevas formas más comunales de convivencia eran vistas como formas estratégicas de recuperar el paraíso perdido.
“Toma el tren hacia el sur, que allá te irá bien” (Almendra)
El imperativo entonces era partir –o al menos jugar con esa idea–, tomar las “Rutas argentinas”, como cantaba Almendra, con el sur como rumbo preferido. Un sur cuya naturaleza limpia y fría depuraría al hombre de las heridas y los malos hábitos ciudadanos. Pedro y Pablo, aquellos que por otro lado le habían dado su canción de amor cuestionador a la ciudad en “Yo vivo en esta ciudad”, también aportaron su cuota al tema con “Blues del éxodo”; justamente Miguel Cantilo, que sería quien, entre los músicos originarios del rock, concretaría la idea yéndose a vivir durante varios años a El Bolsón, centro neurálgico de la utopía. Allí canta “Habrá que ver adónde vamos / a la frontera del país / buscando límites y campos / donde quedarnos a vivir. / Hermano mío / toma lo tuyo y únete”.
Los Gatos, aunque no son los más fieles representantes letrísticos de los ímpetus de aquellos años, cantan en “Campo para tres” (1970): “esta es la vida que soñé, en el campo, sólo tú y yo”, pero le ponen su impronta fatalista y menos utópica al concluir: “el tiempo gente nueva traerá / y en el campo harán una ciudad / entonces tendremos que escapar / y buscar otro campo para tres”.
Moris, por ejemplo, entre cuyas letras se encuentran algunas de las mejores pinturas ciudadanas de aquellos primeros tiempos, incluso con un tinte casi tanguero, fue el autor de la conocida “El oso”, suerte de cuento-fábula con enseñanza que ensal- za la libertad asociada a la vida natural, en oposición al hombre “con sus jaulas” y la ciudad. El mismo Moris cantaba en “Rock de Campana”: “me voy para Campana, no tengo nada que perder, dejo la ciudad, arranqué todo ya de mí en un viaje sin retorno”, contrastando así el campo (en este caso en una localización bastante cercana a Buenos Aires) con la alienación ciudadana de “Muchacho del taller y la oficina” o “El mendigo del Dock Sud”.
Manal, por su parte, sueña con “Una casa con 10 pinos” en los suburbios, porque no quiere “nunca más, nunca más, en la ciudad”, y contrapone la “guerra de ambición”, la búsqueda de dinero y las ansias de triunfar con otro tipo de vida: “sólo se puede elegir, resignarse o resistir, poder ganar o empatar, prefiero sonreír, mirar dentro de mí, fumar o dibujar”.
Ya Almendra, en su segundo simple, había cantado aquello de que “el hielo cu- bre la ciudad, el cielo ya no existe aquí” (“Hoy todo el hielo en la ciudad”), el mismo simple que, como lado B, traía “Campos verdes”. Poco después, ya en el primer LP del grupo, un tema, “A estos hombres tristes”, propone: “salva tu piel, la ciudad te llevó el verano” y finaliza con “cuánta ciudad, cuánta sed y tú un hombre solo”. Otro tema del grupo, “Final”, retoma el tema:
Buenos Aires y el rock
Grillos, plantas: vengan hacia mí Yo también me dormí
detrás de la gran ciudad vestido de gris
(…)
Chimeneas: no me engañen más quiero ver cielos de verdad
sin humos ni hollín…
Quiero madrugar
Con los grillos y las plantas Y voy a gritar: ¡vivo aquí
yo nací después de la gran ciudad!
El clan Molinari (el ex Almendra Edelmiro y Gabriela, primera mujer del rock) también tiene una seguidilla de canciones en ese mismo plan que incluyen “Campesina del sol”, “Cosas rústicas” y “Larga vida al sol”, entre otras.
Pero, como toda utopía, en algún momento tenía que caer. Y el cambio se operó en poco tiempo. Ya en 1976, Luis Alberto Spinetta tomaba respecto de la ciudad una posición y una distancia diferentes. En “El anillo del Capitán Beto” ya no prevalece el deseo de irse de ella, sino de volver, de recuperarla. En su nave, Beto, ese capitán de Haedo perdido en el espacio, añora su viejo umbral, la “ciudad en la que alguien silbe un tango” y hasta “los camiones de basura, mi vieja y el café”; ese capitán espacial que lleva en su cabina dos elementos bien ciudadanos, la foto de Carlitos y un banderín de River Plate, necesita que alguien le cebe “unos amargos”. Quizás funcionaba como un reflejo de la realidad cruel que se vivía: ahora era la ciudad de la dictadura y de los peligrosos Falcon sin patente de la que partir no era ya una elección, sino que en muchos casos el exilio forzoso era la única alternativa.
También Charly García presenta otro horizonte en 1978 (igualmente relacionado con los años duros) cuando, en “Los sobrevivientes”, grabada con Serú Girán, canta con algo de resignación y ambivalencia: “Estamos hartos de huir / en la ciudad. / Nunca tendremos raíz / nunca tendremos hogar / y sin embargo ya ves: / somos de acá”. Un año después, el dúo Vivencia, en “Plaza Roberto Arlt”, reivindica ese espacio como un oasis en el medio de la rutina: “Plaza Roberto Arlt / a la gente le regalas / un silencio en el murmullo / frenándole las nostalgias / te conviertes en almohada / de esa lágrima que pasa / por Esmeralda y Rivadavia”.
Pero fue en los años ochenta cuando Buenos Aires fue descubierta y mirada con otros ojos para elegirla, con sus defectos y virtudes, como la ciudad propia. La queja por el humo de la ciudad persiste, pero ya no hay una intención de huir de ella, sino, en todo caso, de buscar formas de escape dentro de la misma urbe. Virus elige titular uno de sus temas “Buenos Aires smog” (1983): allí se plantea una relación más moderna con el entorno urbano a través de un sujeto que tiene mucho del flâneur que vaga por las calles, se deja “perder”, toma impresiones en una libreta, describe la ciudad o ella lo inscribe y escribe en ese derrotero: “Voy respirando el smog / de esta sucia Buenos Aires / y como un cansado ratón / deambulo por la ciudad”.
Es que corrían otros aires. Acababa de regresar la democracia, y durante unos años no habían sido tanto el campo y el sur las metas elegidas, sino otros destinos aptos para huir de las fuerzas oscuras de la represión. Allí estaba Brasil, que dejaría la impronta de la alegría cuando García, en 1982, cantaba que la “alegría no es sólo brasilera” (“Yo no quiero volverme tan loco”, 1982) o el París no elegido de Miguel Mateos (“Exilio en París”, 1983).
Definitivamente la situación ha cambiado en 1987 cuando el mismo Charly Gar- cía ya clama por volver a la ciudad en el “Rap de las hormigas”, y canta: “estoy en el medio de la selva / esto no lo aguanto más. / No me banco las hormigas / yo me vuelvo a la ciudad”. El campo ya no es una alternativa, ni se lo reivindica como espacio; por el contrario, se lo rechaza. El sujeto del rock admite así su condición irreversiblemente urbana. Diez años después que García, Sometidos por Morgan sigue en la misma línea en “Mi Puna triste” (“prefiero los subterráneos / yo me voy pa’ la ciudad / Constitución y Retiro / y el Once me han de esperar. / Allí al menos hay peatones / a ellos les podré cantar”).
Quedan, claro, algunos resabios, como cuando Memphis canta en 1994: “Basta ya de la ciudad / me cansé de verdad / ustedes están locos / no se queden ahí. / Detrás del horizonte / la felicidad se esconde. / Voy a levantar cosechas”. Y La Renga, uno de los grupos que más ha asumido en estos últimos años el ideario de la década del sesenta, en “Motoralmaisangre”: “Revisa todo en tu interior / para salir en la mañana / detrás del sol”. También “Árbol” rescata ese deseo: “y yo pienso que ojalá que el asfalto / se haga pasto porque la gente se inquieta” (“Trenes, camiones y tractores”, 2004).
Pero estas huellas son casos aislados. Lo cierto es que después de los ochenta la dicotomía campo-ciudad prácticamente no aparece en las letras de rock y, en cambio, las referencias urbanas se vuelven moneda corriente, no necesariamente como exaltación del espacio urbano, aunque sí como aceptación o entorno ineludible. Los más de ciento cincuenta temas que le cantan a Buenos Aires más las muchísimas canciones que refieren de otros modos a la urbe son una demostración de esta “entrega” a la ciudad que, entre sus flaquezas y aciertos, también alberga al rock.