Sus discos, su método, sus viajes, su amor, su banda, el Indio, Los Redondos. Eduardo se sumerge en todo lo que conforma su realidad. Reproducimos acá la nota publicada en la edición digital de la Revista Dale.
Es un martes por la tarde y Eduardo Skay Beilinson se encuentra en su antigua casa de Palermo. Abre la puerta con una sonrisa en la cara. Saludo y palmada en la espalda de por medio, invita a pasar. Después de dar cuatro pasos en su vivienda, doblamos a la izquierda e ingresamos en una sala de ensayo. En el centro, hay dos sillas enfrentadas, una pava eléctrica y un mate. A unos pocos centímetros de las sillas se encuentra la mítica SG roja, la guitarra que lo acompaña desde sus comienzos en Patricio Rey y Los Redonditos de Ricota.
En agosto del 2013 Skay dio a conocer «La Luna Hueca». Éste es el quinto disco de su carrera solista, que comenzó casi doce años atrás con el lanzamiento de «A través del mar de los sargazos». Pero El Flaco no está solo, lo acompañan desde hace un tiempo Los Fakires: Oscar Reyna en guitarra, Claudio Quartero en bajo, Javier Lecumberry en teclado y el Topo Espíndola en batería. Un cuarteto de músicos de primera línea, que le dan un sostén sólido al ex redondo.
SOBRE EL DISCO
¿De dónde viene el nombre de tu nuevo trabajo? ¿Qué es la luna hueca?
La luna hueca para mí es el lugar en el cual se esconde el misterio. Donde pasan todas esas cosas que no podemos explicar y va a parar todo aquello que no tiene un destino claro. Las canciones que nunca fueron, a veces, van a parar a la luna hueca. Ahí está todo lo que el misterio encierra.
¿Cuál es el mayor misterio qué tiene?
Una de las canciones dice «el misterio es existir». Siempre me quedó esa definición que dice por qué existe algo en lugar de nada. Parece una boludez, pero a mí es una pregunta que me deja siempre tildado. Por qué, cómo explicamos este universo. Es inexplicable, hay un misterio que nos excede. Está referido a eso.
¿Cómo fue el trabajo de la artística con Rocambole?
Con Rocambole existe un especie de sincronía mental de siempre. Hay muchos años de conocernos, hay una gran amistad. El proceso es así: a medida que voy armando las canciones más o menos tengo un bosquejo de lo que va a ser el disco. Por ahí todavía las letras no están, pero le paso eso para que él tenga por lo menos el clima, la sonoridad, un poco de qué va. Con eso empieza a laburar pero no me cuenta un moco, así que no se qué va a pasar. Después, a medida que ya están todas las letras, se las doy. Creo que las cosas se relacionan de una manera que uno ni siquiera lo sospecha y apuesto a eso. Es una grata sorpresa, es como volver a descubrirnos.
¿Cuánto tiempo te llevó hacer este disco?
Básicamente, lo trabajé durante el 2012. Cuando voy a grabar no me meto en el estudio y termino el disco. Por ahí estoy una semana, grabo algunas cosas, vuelvo después en quince días, grabo otras. Poco a poco voy resolviendo cuáles son las canciones que más me empiezan a tirar bola. Mientras tanto, seguimos tocando. O sea, no me meto en el disco para terminarlo. Después llega un momento en el que prácticamente la torta empieza a tener una vida propia y me doy cuenta de que estamos llegando a la parte final del armado.
¿Compusiste todas las canciones juntas o ya tenías algunas?
Yo disfruto mucho de tocar. Cuando lo hago, de repente surgen ideas que me gustan. Esas ideas trato de convertirlas en canciones y las grabo en un demo. Cuando voy al estudio ya empiezo a definir. En los demos, por ahí la estructura no está y hay cosas que me gustan, cosas que no. Nunca está trabajado el sonido porque grabo de una manera relativamente precaria, más que nada para registrar la idea, la impronta de lo que quería decir en la canción. Entonces, en el estudio es donde las canciones empiezan a tomar forma. Ahí empiezan a cambiar notablemente, muy pocas respetan aquello original que estaba en el comienzo. Al trabajar con un sonido, hay cosas que no las tenía incorporadas e irrumpen y empiezan a dar un poco lo que la canción pide.
¿Cuál es tu momento preferido para componer, para sentarte a escribir?
No tengo un momento especial. Me gusta tocar la guitarra, sentir las cuerdas en mis dedos y voy tirando cosas. En cualquier momento, siempre tengo una guitarra a mano, una eléctrica sin enchufar. Con eso voy componiendo.
¿Qué es lo que más te gusta de hacer música?
En realidad, todo. Componer me gusta. Hay un momento para mí que es mágico: es cuando estás tocando y de repente hay como un destello. Es uno de los momentos más fantásticos. Después me gusta el laburo de convertirlo en una canción. Ensayar me gusta, grabar me gusta, salir a tocar me fascina. Disfruto todo el proceso.
¿Cómo es trabajar con Los Fakires?
Ya son muchos años. Y los años le dan algo muy interesante a las bandas. Es como que se decanta todo y empieza a adquirir un sonido propio. Empiezan a definirse un poco en qué roles, en qué aspectos es mejor cada uno. Y el grupo empieza a tomar un sonido propio. Con Oscar, que es un guitarrista excelente, tengo la libertad de poder delegar un montón de roles, porque se que el los va a tocar hasta mejor que yo. Es un capo con slide, hace cosas preciosas. La base rítmica entre Claudio y el Topo es demoledora. No paran de tirar ideas, de ir para adelante. Y con Javi lo mismo. El teclado no tiene un rol protagónico en esta banda. Pero sin embargo, si lo sacás, te das cuenta de que algo falta.
Hace una década que estás bajo el rol del cantante. ¿Cómo te sentís ahora con esa función y cómo te parece que evolucionaste desde tu primer disco?
Casi Pavarotti, te diría (risas). Estoy cantando mejor, perdí un poco el miedo. Encontré mi manera de decir, encontré las tonalidades que son más fáciles para cantar. En los lugares complicados no entro, porque no tengo un gran registro de voz, pero dentro del ámbito que me puedo mover, lo hago bastante bien, me parece.
Skay tenía ocho años cuando sus padres le regalaron su primera guitarra. Al poco tiempo, un músico de jazz de La Plata le enseñó a tocar zambas de Felipe Varela y algunas cosas de Atahualpa. Pero el folklore lo aburrió. «Arranqué a escuchar a los Beatles y a sacar sus canciones. Después, fue todo aprender solo, de ver», dice Beilinson, mientras se prende un cigarrillo. Y tras una pitada agrega: «Tuve la suerte de conocer a Kubero Díaz siendo muy joven. Es uno de esos músicos y guitarristas de otro planeta. Lo que yo he visto tocar a ese cristiano, no lo he visto tocar en ningún otro lado».
Ya que nombrás a Kubero, ¿cómo recordás la época de la Cofradía de la Flor Solar?
Ésa fue una época interesante. Estaba pasando de todo en esos años, fines del ’68, principios del ’69. Por un lado, había empezado el movimiento hippie, venían todas las rebeliones estudiantiles, el Mayo del ’68 en Francia, las revoluciones. Había una revolución cultural: por primera vez los jóvenes empezaban a tomar conciencia de que el mundo que estábamos heredando era una mierda y que no había por qué aceptarlo así. Yo en esos años viajé a Francia, nos echaron y caímos en Londres.
¿Habías ganado un concurso tocando la guitarra?
Cuando tenía 15 años hice un viaje con mis viejos a Sudáfrica. En el barco convocaron a todos los pasajeros a que hicieran su gracia para entretenerse, ya que eran días y días de navegación. Yo subí y toqué con la guitarra unos temas de los Beatles y de Dylan. Me gané el primer premio, que era un viaje ida y vuelta a España. Y claro, mis viejos ni en pedo me dejaban viajar a los 15 años solo a España. Pasó un año y mi hermano cumplió 18, así que nos dejaron ir juntos. Él quería estudiar antropología y como mi vieja tenía unos amigos en París, nos dijo que fuéramos a ver si podíamos conectarnos, hacer unos cursos. Caímos ahí a fines del ’68. Y si bien la historia cuenta que mayo fue la época, en el barrio latino una vez por semana había corridas. Los policías estaban muy bien entrenados. En una de esas me partieron la cabeza de un palazo y nos mandaron adentro. En 48 horas tuvimos que abandonar el país. Con tanta mala suerte que dijimos «vamos a Londres».
A fines del ’68 Londres era otra cosa. Lo pude ver a Jimi Hendrix, tocó en el Royal Albert Hall con el trío de Mitch Mitchell y Noel Redding, que era una cosa tremenda. Todo era tan novedoso, tan fuerte, tan nuevo. Hendrix era emergente de todo ese movimiento, con una libertad absoluta. Parecía imposible creer que podía salir todo ese sonido de una guitarra. Uno estaba acostumbrado a ver otra cosa acá y eso era un furia desenfrenada, una tormenta. Eso mismo se veía en la calle, no solamente Hendrix con su grupo Experience.
Pero decidiste volver.
Volví y al poco tiempo de estar acá, me entero de que hay un grupo de personas en La Plata que estaba haciendo música y que eran hippies o algo así. Voy a conocerlos y, prácticamente, ellos no tenían información. No habían escuchado a Hendrix, no estaban al tanto de un montón de cosas. Con mi hermano íbamos con una bocha de discos, un distorsionador, un wah-wah. Ese encuentro con ellos fue riquísimo, porque ellos sin saber de todo esto que estaba pasando, tenían la misma experiencia.
Ahí conociste a Poly, un tiempo después.
En esos meses del ’69 conocí a Poly en la cofradía. Somos opuestos complementarios. Es la persona más alucinante que conocí en mi vida, más audaz, más inteligente y más generosa que conocí en mi vida. Nos complementamos perfectamente bien.
Cuenta la leyenda que Marta Minujín te apodó Skay. ¿Cómo fue eso?
Marta era amiga de mi hermano mayor. Un día me junté con ellos y estaban quemando porro, esas cosas. Parte del juego era volvernos a bautizar y ella me nombró «sky», pero no por mis ojos, como se dice. Desde ese momento, no se porque lo adopté. Después lo acriollé, porque no me gustaba eso del idioma extranjero, acá decía «sky» y la gente no sabía cómo se escribía, Entonces, le agregamos una «a», como suena.
LOS REDONDOS
Cuando comenzaste con Los Redondos, ¿tenían una expectativa alta o era un grupo de amigos que quería pasarla bien y nada más?
Expectativas, menos que menos. Eso no tenía destino, era una banda de desaforados, que en realidad nos juntábamos como un grupo de amigos. Uno de mis hermanos se había conocido con el Indio Solari y juntos empezaron a escribir una historia, que se transformó en el guión de una película. De repente, apareció un gallego que sabía filmar algo. Se hizo la película y más tarde llegó el momento de ponerle música. De toda la patota quizás yo era el que más o menos rascaba un poquito mejor que el resto. Nadie sabía tocar nada, pero sin embargo, sucedían cosas preciosas. Yo dirigía la banda con un silbato, porque no había manera de decir «paremos acá, hagamos un corte». Empezaba la zapada y no terminaba nunca. Alguien tenía que dirigir y yo lo hacía con el silbato. Pero no tenía destino, eso no podía prosperar.
Sin embargo, prosperó. ¿Cuándo fue la primera vez que se te pasó por la cabeza que había algo interesante en todo eso?
Con el Indio empezamos a encontrar que musicalmente teníamos algo interesante que podíamos desarrollar. El caos que había alrededor, los payasos, los presentadores, las chicas que bailaban… todo eso se fue agotando y tomó protagonismo la música y la banda. Nos empezamos a definir un poco más. El Indio adoptó por completo el rol de cantante. En las primeras épocas, era uno más de los que cantaba. También lo hacía mi hermano, éramos como tres guitarras, dos bajos… Un caos. Al tiempo nos fuimos de gira a Salta y necesitábamos un nombre. Ahí surgió Patricio Rey y sus Redondidos de Ricota.
Hace muchos años dijiste que Los Redondos iban a volver, pero que iba a ser diferente. ¿Qué pensás ahora?
Estamos muy distanciados. Con el Indio hace 10 años que no nos vemos. Me cuesta reconocerlo hoy en día, no tenemos contacto. La vuelta de Los Redondos es una idea que pertenece al siglo pasado. A mi, los revival no me gustan: me aburren. Si no tuviese otra cosa que hacer no sé si lo haría. No estoy seguro. Pero si hubiese algo, sería como una nueva encarnación.
¿Cuál es tu postura sobre el caso de Walter Bulacio?
Es un caso desgraciado, por supuesto, y está teñido de cosas muy dolorosas. Cuando pasó lo de Walter, Poly yo fuimos a la primera marcha que se hizo. Fue un golpe duro, porque presenciamos el momento más dramático. Habían hecho el acto y dicen que tenían que repetirlo porque venía Canal 13. Eso para mis convicciones es un poco duro, no me gusta ese juego. Fuimos a la marcha del Congreso y lo que era una marcha buscando verdad y justicia se convirtió en muchos pibes pidiendo autógrafos. Poco a poco comenzamos a tomar distancia. Lo que sí me doy cuenta es que el caso de Wálter se transformó en una bandera de reclamos de los atropellos que cometió la policía.
Fotos: Federico López Claro y Catriel Remedi