Richard Coleman, líder de Los Siete Delfines, dice que lo que le importa como artista es la permanencia entre la gente. La entrevista de Guillermo Zaccagnini, para Clarín.
Los 7 Delfines —que se presentarán el 30 de junio y el 1° de julio en el Teatro Broadway— se formaron a principios de los noventa y desde entonces, en cada entrevista hay alguna mención a la imagen dark que supuestamente transmiten. Ahí adelante está Richard Coleman, responsable máximo de la banda, íntegramente vestido de negro y la palidez de rigor, pero no despide un aliento de tristeza y de cosa retorcida. El tipo parece contento, se ríe cada dos minutos y se lo ve fresco como lechuguita, y eso que es de mañana, momento del día en que uno debe acostarse si sigue el manual rockero.
En el convulsionado 1982, Coleman formó, Junto a Ulises El amor es más fuerte Butrón, el grupo Metrópoli, con el que grabó dos discos. Richard era un pibe con los pelos enjabonados muy Robert Smith que se mezclaba en proyectos con Gustavo Cerati (en Fricción y más tarde en Soda Stereo, para la grabación del disco Signos), Charly García, Daniel Melero, Luis Alberto Spinetta y Andrés Calamaro.
L7D era una idea de dos: la suya y la del entonces Todos Tus Muertos, Horacio Gamexane Villafañe. Los años fueron pasando y los integrantes también. Hoy, la banda se completa con Braulio D’Aguirre (batería), Germán Lentino (bajo) y Diego García (guitarra). Debutaron discográficamente en 1992 y prometían, pero la cosa quedo ahí después de siete discos de estudio. Portan el eterno rótulo de banda de culto.
Muchas bandas pasaron la década de carrera y después explotaron en popularidad, por ejemplo Babasónicos. ¿No es la hora de Los 7 Delfines?
Depende lo que uno busque. Si una repercusión de esa índole nos pega, nos toca, creo que puede ser bienvenida. No es algo que estemos esperando, no se trata de pasar a una masividad repentina. Justamente el tema de la masividad es un tema que a mí no me interesa. No nos interesó como banda. Nunca fui consumidor de nada masivo, entonces no está integrado a mi modelo artístico. No soy ni tan católico, no soy futbolero, no soy peronista. Todo lo que relaciono con la masividad me despersonaliza y no me suma mucho. Lo que ha pasado con Los Siete Delfines se ha dado naturalmente. Lo que más me interesa es la permanencia, ocupando un lugar para gente que necesita lo que hacemos.
Hace unos años te fuiste a los Estados Unidos y nunca quedó muy claro qué hiciste ahí.
En concreto tuve un cambio radical en mi manera de vivir, una necesidad personal. Quise salir de un círculo vicioso, además de en mi vida personal, en mi vida como artista. Surgió esta oportunidad y decidí tomarla antes de que pasara más tiempo. Vi cómo es la onda en Los Angeles, estuve en el caldo de cultivo de un montón de cosas que tienen que ver con el rock y el rock como industria. Vi cómo se desarrollan las bandas en otro lado, empecé a trabajar de productor independiente y conocí músicos. Estudié ingeniería de grabación y producción. Y ya te digo, había necesidades personales que en su momento se vieron concretadas. Ahí se dio un «hasta acá llegamos y volvamos a Buenos Aires a ver qué pasa ahora con los cambios». Quería entender qué es lo que me gusta, lo que no, lo que me lleva por donde no quiero ir y qué es lo que necesito hacer para estar bien. No me fui a llevar a Los 7 Delfines a Los Angeles.
«La gente cree que no hice nada porque no hay disco nuevo de L7D», reacciona, pero allá produjo los dos discos de Karina Van Ron, su chica. Claro no todo es trabajo. «Me di algunos gustitos, vi a Roxy Music, a David Bowie, a Moby» y agrega: «estuve ensayando en la misma sala que Linkin Park antes de que sacaran el primer disco. Empezaron a meterse en la radio y ¡nos pedían que los votemos para que los pasaran!».
