En su tercer disco al frente de Rosal, Maria Ezquiaga se corona la nueva reina de la canción.
Nunca más oportuno un arte de tapa como el de «Educación sentimental» (2003), el primer disco de Rosal. Nostalgias de un colegio primario de los años 50 y hojas con renglones para trazar algo más que los primeros palotes en el mundo del pop. En formato de trío, y con guiños desde el título al escritor Gustave Flaubert, a la Nouvelle Vague («Belle de Jour», en homenaje al film de Luis Buñuel) y a los viejos piropos adolescentes («Tu mamá debe ser pastelera, para hacer bombones como vos», susurran en «Bombón»), el álbum fue más que una grata sorpresa. María Ezquiaga, que había sido cantante de Baccarat (el grupo lounge de Sergio Pángaro), comenzaba a transitar su propio camino como compositora, con Julieta Ulavosky —bajista, eventual coautora y diseñadora gráfica— como aliada estética.
En Rosal (2005) el trío se convirtió en sexteto, y la llegada de los guitarristas Ezequiel Kronenberg y Martín Caamaño, más las teclas del órgano Farfisa de Darío Calequi y los parches del mítico Fernando Samalea, le dieron al grupo una distinguida elegancia, en imagen y sonido. Sutilezas vintage, atmósfera beatle y armonías jazzísticas, siempre en el marco del formato canción, los situaron como una de las bandas más interesantes de la escena emergente local. La misma calidez que transmite el disco es la que se generaba en los shows en vivo, con un dominante silencio por parte de un público que se rendía, cautivado, frente al poder de las canciones.
Su majestad marca un quiebre. Una pulsión rockera, siempre sobre los terrenos de la canción pop, establece la tónica de «Interruptor», un nombre más que adecuado para el comienzo de un disco (y de una nueva búsqueda estética). «Estos acordes nuevos me hacen dejar el miedo», suelta Ezquiaga en un susurro cargado de energía. Y estas frases, que no están dichas como al pasar, pueden entenderse como un pequeño manifiesto hacia una nueva dimensión sonora. Sin embargo, Su majestad no es un disco rupturista. Es más bien un disco de transición, que sigue la dirección del corazón.
Rosal mantiene su esencia cuidadosa y delicada, con notables arreglos de las guitarras (a veces acústicas, a veces eléctricas) y ese sonido vintage característico, ahora subrayado por la incorporación de Mauro Conforti en órgano Hammond, Farfisa y Moog. Y las baladas siguen siendo el punto más alto. En «Los 9o», con voz bluesy, María Ezquiaga traza una mirada melancólica sobre los rastros de la irónica impostación y la falsedad que caracterizó a la noche porteña (y a cierta producción musical) durante la década pasada.
En «Perdón», que también puede entenderse como una balada, los punteos en la guitarra tienen una intención inédita, cuasi punk, que suma sonoridades orientales gracias alas cuerdas del ishra. Una búsqueda que no pretende ligarse a un exotismo, sino que está puesta al servicio de la canción. Y así, entre coqueteos con el bolero («Rogar») y canciones memorables («Nos encontramos»), Ezquiaga se reafirma como una cantante tan exquisita como su grupo. La edición anticipada de este disco en las lejanas tierras del Japón confirma que la proyección excede el ámbito local.
Ahí vamos.