En su primer álbum solista, Javier intenta demostrar que el tiempo pasó y que él dejó a un lado -al menos como fórmula exclusiva de composición- los clisés rockeros que caracterizaban a Los Guarros, la última de los bandas que lideró. Calamaro se muestra como un músico ecléctico. El cambio es evidente en las letras, que como sucedía en los días de Los Guarros- remiten a mujeres y a alcohol. Sólo que ahora ya no son todas putas. Diez de corazones es un trabajo fresco y desparejo. Si Los Decadentes redefinieron los términos del buen y el mal gusto en el prejuicioso mundo del rock argentino, Calamaro aporta su granito de arena acercándose al Puma Rodríguez o al mismísimo Cacho Castaña en temas como “Sin ser valiente” o “Borrachos de Carnaval”. Su paseo por los géneros no se detiene ahí: no falta un coqueteo con la milonga en “Mesas vacías” ni el tex-mex en “Dulce veneno” ni algunos slow rocks á la Los Rodríguez (“Dame el fuego”) o en memoria de los Rolling Stones de “Dead Flowers” (“Buenas noches”), además de una balada onírico-beatle como “Amapola”, que bien podría formar parte de un disco de Illya Kuryaki. “Sweet Home Buenos Aires” es una versión porteña de “Sweet Home Alabama”, de Lynyrd Skynyrd, la segunda de la historia si se cuenta ese plagio a mano armada que fue “Encuentro con el diablo”, de Serú Girán. El texto de “11.25” alude al “Padre Francisco” de Pedro y Pablo, aunque sin exhibir, veintisiete años después, la hondura crítica de Miguel Cantilo.
En una época en la que están de moda los álbumes concebidos como un puchero de géneros musicales, Diez de corazones se suma a la feliz tendencia, pero la falta de vuelo compositivo de Calamaro y la medianía de varios de los temas dejan a mitad de camino su esfuerzo por mostrarse como un artista versátil. Se trata de un disco agradable y ligero, con una ejecución impecable y algunas frases inspiradas. Para bien y para mal, eso es todo.